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Vivir sin vivir

ARNOLDO KRAUS

Prolongar la muerte y no la vida no debería ser labor médica ni afán de los familiares del enfermo

Vivir sin vivir. Morir sin morir. Juegos de palabras. Ambos crudos, ambos veraces. Uno y otro materia cotidiana para enfermos, médicos y familiares. La longevidad tiene dos lecturas fundamentales, es regalo y es problema. Es regalo para quienes cuentan con recursos económicos y tienen la oportunidad de gozar lo que la vida ofrece; y es, a la vez, problema: en los países ricos, las personas antes de fenecer pueden pervivir entre ocho y diez años víctimas de enfermedades serias, crónicas, mientras que en las naciones pobres muchos no pueden afrontar las necesidades mínimas de la vida diaria. Ocho años víctimas de enfermedades son muchos años; cuando son los últimos pesan demasiado, sobre todo si la cotidianeidad se pinta de dolor, pérdidas, sufrimiento y erogaciones económicas difíciles de afrontar.

La mayor longevidad tiene otras lecturas. Unas lógicas --ciencia y tecnología crecen sin cesar y ofrecen instrumentos para incrementar el tiempo de vida-, y otras ilógicas: muchos viejos, sobre todo en los países ricos de Occidente, mueren mal, sin compañía, aislados. Leo en "The Economist", en su edición de abril 29, el artículo "A better way to care for the dying" ("Una vía mejor para atender al moribundo"), dos noticias, ambas crudas. La primera es actual: la mitad de las personas mayores de 80 años en Europa viven solas; la segunda noticia avista el futuro: en 2020 se calcula que 40 % de los estadounidenses fenecerá sin compañía, en asilos. "Morir bien" es un privilegio. "Morir largo" es una tragedia.

No todo lo que hace el ser humano es contradictorio, pero buena parte de sus quehaceres deviene resultados imposibles de conciliar. La riqueza genera pobreza, el acceso a la salud margina a quienes carecen de recursos, la tecnología incrementa las distancias entre las clases socioeconómicas y la mayor longevidad, meta de todos los sistemas de salud, suele acarrear, para quienes usufructúan dichas bonanzas, finales infelices, plagados de miserias. Vivir cuando la vida ha terminado es una de las grandes contradicciones de nuestros tiempos. Ciencia y tecnología versus dignidad y autonomía.

En algunas naciones ricas, en el siglo XXI el promedio de vida es 82 años; a principios del XIX era 32 y al despuntar el siglo XX era 50 años; en dos siglos la esperanza de vida ha aumentado cincuenta años; cinco décadas es una diferencia enorme, tanto por la cantidad como por la forma de vivir y morir. La ciencia continuará progresando y con ella la longevidad. En unas décadas las personas adineradas podrán vivir, ¿cuánto más?: ¿veinte o treinta años?

Hace un siglo la muerte llegaba rápido; no asfixiaba ni al enfermo ni a sus seres queridos. La gente fenecía víctima de infecciones, guerras y partos. El dolor propio del final, tanto para quien fallecía como para los deudos era agudo, rápido, brutal: la muerte se apersonaba casi sin avisar. La rapidez de la muerte conlleva al dolor propio de lo inesperado, de lo no cavilado. De ahí su brutalidad y el desasosiego para lidiar con la pérdida.

En el siglo XXI las miserias propias de las enfermedades crónicas prolongan el dolor. Padecer muchos años antes de fenecer destruye. A diferencia de lo que sucedía hace un siglo, la muerte se acerca y habla conforme se acumulan pérdidas, heridas e indignidad. Esa suma le resta brutalidad al evento final, pero no mitiga el dolor y no prepara, en muchos casos, ni a los deudos ni a quien va a morir. Peor aún cuando el enfermo permanece meses en el hospital atado a incontables cables no menos importantes que el cordón umbilical: sin ellos la vida termina en un santiamén. Prolongar la muerte y no la vida no debería ser labor médica ni afán de los familiares del enfermo, quienes, en la mayoría de las ocasiones, son los responsables de continuar o no continuar los tratamientos.

El interludio entre continuar o no continuar es infinito. Acortar las distancias es imprescindible. Hacerlo es y será cada vez más necesario: los maravillosos avances de la biotecnología pueden mantener con vida a enfermos sin vida por tiempos innecesariamente prolongados. Disminuir las distancias es posible. Hablar es la solución. Hacerlo cuando joven, primero a solas, después con la familia y siempre con el médico de confianza es obligado. Dilatar la muerte es brutal. Facilitar la despedida "a tiempo" es posible. No es difícil. Se requiere pensar en ella con antelación. Dignidad y autonomía son pilares humanos. Arroparse con esos valores evita trances dolorosos, prolongados, innecesarios, costosos.

 NOTAS INSOMNES

Despolitizar, desmedicalizar, y desdeificar la muerte de las personas es ingente. Vivir sin vivir y morir sin morir no tiene sentido.

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Escrito en: Arnoldo Kraus

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