Se suele hablar de la transición democrática, de la transición demográfica y así sucesivamente. Las transiciones pueden multiplicarse según sea el filo de la navaja con que cortemos la realidad. En política se ha privilegiado la transición del autoritarismo a la democracia. Con la misma enjundia se ha calificado esta transición como fracaso, mediocridad o un sálvese quien pueda. Quizá tienen razón quienes la miran como una criatura contrahecha y pervertida. Pero no todo es negrura en el horizonte.
Hay que ver nuestra transición como la sumatoria de varias transiciones o procesos paralelos que se tocan y atraviesan unos a otros. Algunos van hacia delante, abonan a un nuevo país, otros son regresivos y otros se parecen a "caldos de cultivo" experimentales. Señalo algunos de los que me parecen más importantes. La narrativa del nacionalismo tradicional, tanto el "revolucionario" como el "conservador" se derrumbaron con el cambio político. En los imaginarios compartidos esa nación ya no existe y la insistencia de los nostálgicos en revivirlas desnuda la falta de imaginación política y la clásica tara mexicana de mirar hacia el pasado y temer el futuro.
La transición de un modelo electoral proteccionista de la hegemonía de un solo partido a un sistema pluralista que repartió el poder rompió de cuajo la sustentabilidad de la autoridad piramidal del Estado autoritario, aunque nos metió en un túnel en el que aún no divisamos la luz del otro lado. Lejos de que los "buenos" contagiaran a los "malos" con buenas prácticas, la corrupción, el abuso de poder y el clientelismo se generalizó entre los partidos políticos. El contagio fue al revés. Más aún, la resistencia de todos los partidos al cambio democrático del Estado habla de la ausencia de verdadera vocación democrática de la sociedad y de los políticos. En ese tránsito aún navegamos.
Otro cambio observable es el derrumbe de una sociedad cohesionada en torno a fuertes jerarquías verticales y valores conservadores y la aparición en su lugar de lo que algunos llaman "anomia", pero que consiste en la disolución de viejas reglas y valores, desde la familia a la empresa hasta la escuela y la ciudad, en la búsqueda sin fin de nuevas fórmulas de convivencia que implican un profundo cambio en materia de tolerancia y reconocimiento de la diferencia. Piénsese nomás en la diversidad sexual y la equidad de género. En este proceso emerge también el lado oscuro: la permisibilidad para incurrir en la ilegalidad. Ni idea tenemos de cuántos territorios y poblaciones del país son ya ingobernables, como Tamaulipas, Guerrero o Michoacán. El crimen organizado comparte el poder de facto y en los gobiernos abunda la complicidad y la corrupción. Pasamos de la gobernabilidad autoritaria a la gobernanza criminal. Nadie sabe a ciencia cierta dónde está la parte sana ni cómo hacer para salir del lodazal.
Nuestro lugar en el mundo también cambió. Nuestras varias transiciones están atravesadas por el paso del Estado nacional al "Imperio" tan bien descrito por Michael Hardt y Antonio Negri en el libro del mismo nombre. La soberanía ya no es ni será de cada Estado nacional, sino una trama compartida entre los poderes internacionales y los locales cuya forma aún es por demás incierta. Y en el aspecto económico al pasar de una economía cerrada y estatista a una abierta y de mercado se evaporó el paternalismo estatal, pero dejó una estela de expectativas corporativistas y autoritarias que nos persiguen como pesadillas.
El presente registra un avance considerable que a veces no se distingue del fango que le rodea y el futuro es de incertidumbre. No sabemos que pasará ni atinamos a tomar acciones colectivas que dejen atrás prácticas y mentalidades obsoletas. Y la incertidumbre trae siempre aparejado el miedo. Sucumbir a él es perder.
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