Este árbol de chabacano es muy humilde, tanto que ni siquiera sabe que su nombre es albaricoquero.
Está siempre olvidado en un rincón del huerto. No llegan a él los regadores, y vive sólo del agua que le envía la piedad del cielo. Y es viejo, como lo muestran su nudoso tronco y sus torcidas ramas.
Aun así cada año nos regala sus frutos, cada uno de ellos un pequeño sol de terciopelo y miel, un pomo de perfume, una suave redondez de un color entre rojo, anaranjado y amarillo que ningún pintor puede imitar.
Hemos llenado un canastillo con los chabacanos que el anciano árbol nos dio. Están ahora sobre la mesa de la cocina, y su aroma llega a todos los rincones de la casa. Sentiré pena al morder uno de los hermosos frutos, pero el deseo de gozar su dulzor será tan grande que no podré resistir la tentación.
Me comeré un chabacano, pues, y eso será como gustar una probadita del paraíso que habitaron Adán y Eva. Iré luego a pedirle perdón a ese árbol humilde que olvida nuestro olvido y nos enseña la lección de dar aunque no te den.
¡Hasta mañana!...