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A la deriva

Con/sinsentido

MIGUEL FRANCISCO CRESPO ALVARADO

Así, a la deriva, se encuentra el país. Nótese que no afirmo que México se encuentra hundido; lo único que digo es que hemos perdido el rumbo; que no sabemos hacia dónde nos dirigimos; que nuestro destino depende casi por completo de la voluntad del océano y sus corrientes.

Tenemos décadas en esa condición, cierto. Sin embargo, lejos de encontrar la forma de recuperar el timón de nuestra nave, lo que hemos hecho nos ha conducido a un mayor extravío. Hoy la desconfianza en las instituciones es casi nula y salvo algunas excepciones, quienes las encabezan dieran la impresión de tener el claro propósito de destruir la poca credibilidad que les queda.

La función pública es vista como negocio; quienes legislan, en su gran mayoría, sólo están pensando en la manera de acrecentar sus privilegios y los encargados de procurar justicia hacen gala de toda la arbitrariedad que les es posible, aplicando la Ley a capricho y conveniencia.

En medio de ese caos, no son pocos los ciudadanos que terminan sucumbiendo a la tentación de entrar al desorden para obtener algún beneficio, aunque sea mínimo: desde recibir un bulto de cemento a cambio de comprometer su voto para un partido, hasta realizar una actividad ilícita en la esperanza de pertenecer a ese 90 por ciento de delincuentes cuyos crímenes quedan impunes.

Pese a todo, sigo pensando que renunciar a la lucha para quedarnos a lamentarnos por nuestra suerte es una opción que no podemos permitirnos. Entiendo la ausencia de liderazgos fuertes; pero, en este punto de la historia, tal vez no sea tan mala noticia. De hecho, mi mayor esperanza es que de todo esto que estamos pasando logremos aprender que no podemos depender de una sola persona -y ni siquiera de un grupo pequeño- para salvarnos.

Lo que necesitamos es un amplio número de liderazgos que, desde sus distintas formas de ser y desde sus múltiples maneras de actuar, tengan en común su amor por México. Que dicho amor los haga olvidar que hay derechas e izquierdas; que los lleve a renunciar a su pretensión de hacer que los demás vivan como a ellos les gustaría; que entiendan que el otro no es un instrumento a su disposición; que comprendan que más allá de lo que crea o defienda aquel que tienen en frente, está su dignidad humana y que, la búsqueda honesta por el bienestar de los demás, redunda necesariamente en mejores condiciones para todos.

La solución sigue estando en nuestras manos, en las de cada quien. No nos preocupemos por el carácter utópico de mi postura; ocupémonos, cada quien, en hacerla realidad para nosotros y para quienes nos rodean. Dejemos de ser como los políticos que tanto criticamos; pongámosles el ejemplo; y sobre todo, dejemos de estar nosotros también a la deriva.

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