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El fin de Trump

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LUIS DE LA CALLE

La percibida ineficacia de Washington fue sin duda uno de los más poderosos motores que impulsaron a Trump.

Durante la campaña presidencial en Estados Unidos no pocos de los votantes que apoyaban a Donald Trump decían hacerlo por su probada capacidad de ejecución. Esta aparente habilidad les permitía perdonarle todo tipo de expresiones y actitudes no dignas de un presidente.

La percibida ineficacia de Washington fue sin duda uno de los más poderosos motores que impulsaron a Trump. Para el votante promedio era patente que su gobierno federal no servía: llevaba varios años operando sin que se hubiera aprobado el presupuesto; las divisiones entre demócratas y republicanos hacían prácticamente imposible legislar iniciativas importantes, la reforma al sistema de salud había pasado con votos solamente demócratas y era denunciada todos los días por los republicanos. Además, la falta de eficacia se veía agravada por la incertidumbre en materia económica y laboral para el común de la gente y por la amenaza de ataques terroristas.

En este contexto de alta polarización política, agudizado por la radicalización de los medios y la segmentación de los públicos (cada quien escogía la fuente de noticias que confirmara sesgos preconcebidos y no la más veraz o confiable), el mensaje del candidato de hombre fuerte y supuestamente eficaz fue suficiente para ganar.

El desastre del gobierno de Trump durante los primeros 100 días, mucho más caóticos que en ocasiones previas, y su relativa baja popularidad han sido terreno fértil para crecientes críticas de medios y comentaristas. Cada día mercados y analistas lo toman menos en serio, sus tuits exhiben rendimientos decrecientes y la credibilidad de su palabra se continúa devaluando. No obstante, el presidente de Estados Unidos se ha defendido subrayando que los medios de comunicación son la oposición, que en realidad hay una conspiración en su contra, que el propósito de los demócratas consiste en cuestionar la legitimidad de la elección por el involucramiento ruso y que todo esto confirma la alianza de los poderosos en Washington y Nueva York en contra del ciudadano promedio.

Donald Trump está convencido de no abandonar a su base electoral. Siente que le ha funcionado tanto en la elección primaria como en la general, a pesar de los múltiples consejos y predicciones de que tenía que moderarse y crecientemente, ahora como presidente, va a encontrar en ella a su único aliado fiel. El relativo aislamiento de la Casa Blanca lo llevará incluso a descansar más en ella, por lo menos de manera discursiva y en términos de eventos públicos. Por eso no es lógico esperar una moderación de su parte, aunque en los hechos y en la implementación de políticas públicas termine más cerca del centro.

Al final del día, la presidencia de Trump va a terminar siendo juzgada por el éxito en términos de crecimiento económico, de su capacidad de responder ante crisis internas y externas y del avance legislativo (reducción de impuestos, sistema de salud, funcionamiento de Washington, seguridad, creación de empleos). El problema que tiene es que la probabilidad de estos éxitos depende en parte de que presida un gobierno eficaz. Incluso en materia de crecimiento económico, donde podría simplemente evitar caer en errores y cosechar lo sembrado por otros, los mercados ya han empezado a reducir las expectativas eufóricas iniciales.

El problema es todavía mayor cuando se analizan las capacidades de ejecución de esta Casa Blanca y su gabinete. El consenso ahora en Estados Unidos es que Trump cuenta con un buen secretario de Defensa, uno bueno de Seguridad Interna y un asesor de Seguridad Nacional con una visión estratégica. Los tres son generales acostumbrados a la disciplina y con capacidad de ejecución.

El resto del equipo brilla por su ausencia o por la inclinada pendiente de aprendizaje. El secretario de Estado Tillerson debe aún ganarse un espacio en la toma de decisiones y la confianza de su jefe y sus empleados. El secretario del Tesoro Mnuchin tiene la difícil tarea de vender una reforma tributaria que implica un incremento significativo en el déficit público, al tiempo que está dispuesto, contra la tradición de sus antecesores, a pronunciarse por un dólar débil. En una reunión se le escuchó decir que le gustaría algún día firmar un billete de mil dólares, quizá sin darse cuenta que esa alta denominación sólo puede corresponder a una moneda que se ha debilitado de manera excesiva. Por supuesto, con la imagen de su patrón. El secretario de Comercio Ross aspira a encabezar las negociaciones comerciales internacionales, lo que disputará el todavía no confirmado representante Comercial de Estados Unidos a quien legalmente competen y, para mayor complicación, en supuesta coordinación con Peter Navarro a cargo de "comercio y manufacturas" en la Casa Blanca.

Y todo esto con una aguda ausencia de personal en el nivel de subgabinete en donde casi nadie ha sido nominado, ya no se diga confirmando. La gente cercana a la Casa Blanca defiende el modelo caótico de gobierno como un estilo personal de gobernar. El problema es que, en ausencia de resultados, continuará la merma de apoyo y la constante erosión de credibilidad interna y externa.

Sin progreso en frentes relevantes para su país, se dará el fin de Trump. Primero lo abandonará el grupo de republicanos sensatos que lo han apoyado hasta ahora bajo el argumento de que Estados Unidos, pero ellos también, necesita a un presidente exitoso. Luego los que le dieron el beneficio de la duda y se inclinaron por él en la elección bajo el supuesto de su probada eficacia y dejaron de lado bravuconadas y falta de preparación. Al final sólo quedarán los incondicionales, a quienes tanto prometió pero es mejor no pueda cumplir, que seguirán culpando al resto de su falta de éxito.

El peligro para todos, estadounidenses pero también el resto del mundo y sus vecinos Canadá y México, es que Donald Trump no sabe perder y estará dispuesto a doblar una apuesta con tal de salir arriba ante una circunstancia difícil. Un presidente bien intencionado aunque ineficaz, Barack Obama por ejemplo, difícilmente hubiera causado un daño mayúsculo. Otro ineficaz pero que cree no serlo, narcisista, beligerante y apostador es otra historia.

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