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Crimen y política

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Si el crimen aprendió de la política la importancia de contar con base social, la política aprendió del crimen la importancia de robar y extorsionar... y, aunque los protagonistas de esas actividades niegan dialogar o pactar, la República mira con asombro la asociación, el intercambio de experiencias y la pérdida de la frontera entre ellos.

Justo cuando los beneficios concentrados y selectivos del neoliberalismo colocan en un predicamento a la democracia en más de un país y, en México, la vulneran además la corrupción y la inseguridad, la dirigencia política nacional se plantea no cómo frenar o atemperar el problema, sino qué ganancia derivar de él. Cómo conservar o acrecentar el poder para tener.

La mezcla de impunidad criminal y pusilanimidad política amenaza con hacer estragos en las elecciones en puerta y, desde luego, en la siguiente: la presidencial.

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Quienes sufren la pérdida de esa frontera son los sectores de la sociedad resistentes a entender el delito y la corrupción, la extorsión y el moche, la trata de personas y electores, el tráfico de drogas o influencias, el enriquecimiento inexplicable y la pobreza explicable como fórmula de entendimiento, como costumbre nacional con costo de sangre y sin horizonte.

También sufren la prolongada circunstancia las Fuerzas Armadas. Reducidas a condición de policía nacional sin licencia, en las acciones no quirúrgicas, abaten gente sin poder dilucidar si es presa, empleada, base, cómplice o víctima del crimen. En la deformación de su tarea, se juegan su prestigio y restan galones a su profesionalismo e institucionalidad.

Y es que, ante la ausencia de gobierno, en más de una región el crimen reemplaza, patrocina o suma a la autoridad política y resuelve el problema de empleo o necesidad. Puerta fácil atribuir al crimen organizado la ordeña de ductos, el asalto a trenes, la producción y el trasiego de drogas, la extorsión, cuando en más de un lugar es forma de sustento social. Cómo no serlo, si la misma autoridad durante décadas ha practicado la ordeña del petróleo, el abandono de la infraestructura, el tráfico de votos e influencias, el cobro de moche como forma de sustento político.

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En la magia del lenguaje, se puede hablar por separado del crimen organizado y de la política desorganizada pero ahora, ambas actividades, incluyen y confunden ya a sus protagonistas.

No por nada, ahora se habla de viviendas de interés social y de residencias de interés político, de fondos de retiro y de retiro de fondos, de cuentas concentradoras y de cuentas concentradas, de doble tributo (al fisco y al crimen) sin retorno, del fin del monopolio de la fuerza del Estado y la competencia entre grupos armados, de capos y gobernadores, de jefes de plaza y alcaldes, de profesionales de la extorsión y el moche... De los mismos, con y sin antifaz, registrados ante el Instituto Electoral o la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada.

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Si la sola presión del modelo económico sobre la democracia demanda ajustes para evitar un colapso, la impunidad criminal y la pusilanimidad política en México urgen actuar para conjurar un desastre. El sentido común lo recomienda.

Empero, la miserable lectura del problema por parte de la dirigencia política, gubernamental y partidista, dicta a sus actores sumarlo al discurso no para intentar atemperarlo o resolverlo, sino para usarlo como ariete contra el adversario a fin de golpearlo o eliminarlo. No actuar contra la corrupción y la inseguridad, no abatir la impunidad y la pusilanimidad, sino endosar su imperio al contrario. No enaltecer, sino sobajar el debate. No mostrar aciertos propios, sino exhibir errores ajenos. Escalar rápido y sin sofoco ni rubor el montículo del cascajo nacional.

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En lo electoral, la incompetencia fija por meta discutir no quién es honesto, sino más ratero.

En los correspondientes cuartos de guerra, candidatos y partidos se acorazan y quiebran la cabeza en el afán de resolver complejísimos dilemas. ¿Cómo alumbrar la corrupción del otro o sus vínculos criminales, oscureciendo los de uno? ¿Qué cuatro plantar al competidor, sin salpicarse? ¿A qué tintorería llevar el plumaje, de mancharse en el pantano?

Entonces, la Fiscalía de Delitos Electorales abre su ventanilla, preocupada por dónde acumular la nueva papelería de entrada, sin haberle dado salida a la vieja.

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En lo legislativo, los parlamentarios cierran el periodo ordinario sin echar a andar en serio el sistema anticorrupción ni legislar lo relativo al mando único o la seguridad interior porque, en el fondo, están de acuerdo en el desacuerdo que ampara no irse a echar la soga entre ellos.

Y, claro, activan de inmediato el infalible recurso de pensar un periodo extraordinario para que no se piense en dejadez, cinismo o pusilanimidad.

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En el Ejecutivo, se instruye preparar fichas rojas o, según el caso, solicitar órdenes de aprehensión o extradición si los sospechosos comunes afectan la elección. Y, desde luego, comprar, antes de la veda electoral, los votos que aseguren la posición en juego.

Y, en consonancia, el gran partido tricolor elabora fichas de expulsión sólo si cachan al compañero y cuadro distinguido e implicado. Al tiempo de vincular al cuadro defenestrado con el adversario en turno, olvidándose de cuando el mismo partido lo colocó en posición de robar sin gobernar.

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Hoy, la coyuntura reclama ajustes para armonizar economía y política pero, en México, la dirigencia nacional considera más conveniente borrar la frontera entre crimen y política.

Confunden tener con poder y, así, piden elegir cuando no hay de dónde escoger.

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