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Abierto y cerrado

JESÚS SILVA-HERZOG

La elección francesa confirma la aparición de un nuevo eje de la política contemporánea. No es la batalla de la izquierda contra la derecha. No es tampoco la elección entre dos versiones de la misma receta. Es una opción real y hasta dramática. Es la opción entre nacionalismo y apertura. Lo notable del proceso francés -además de la ruina de los partidos tradicionales- es la claridad con la que se han agrupado los polos. La candidata de la ultraderecha describe la mundialización como un acto de barbarie: el saqueo de la nación. La enfrenta un hombre decidido a impulsar una agenda europea, a reformar la Unión desde dentro. A diferencia de Hillary Clinton, no ha centrado su campaña en la exhibición de los peligros que implica su adversario sino en la promoción de su proyecto. No quiere cerrar las fronteras, ni excluir a los migrantes. Tampoco apuesta a la recuperación de una gloria perdida sino al aprovechamiento de los cambios irreversibles. Para él, la competencia electoral es una batalla entre patriotas y nacionalistas. La distinción es válida. Mientras el patriotismo confía en lo propio y quiere lo mejor, venga de donde venga, el nacionalista sólo acepta lo propio y rechaza lo extraño por el simple hecho de ser extraño.

The Economist lo notaba hace unos meses. La política se define hoy por su postura frente a la mundialización. Más que la intervención del Estado en la economía, el espacio de las libertades o las políticas de igualdad, lo que define hoy a los partidos, los movimientos, los gobiernos es su actitud frente a la integración. Mientras unos insisten en las bondades de la globalización, otros la señalan como culpable de los grandes males nuestro tiempo.

Contraste de tiempos. El rechazo a la globalización viene frecuentemente acompañado del anhelo de recuperar un pasado. Su defensa canta a un mañana que, naturalmente, siempre se pospone. A recobrar la antigua grandeza nacional llamó el señor Trump; lo mismo pidieron los promotores de Brexit y lo mismo pide hoy la señora Le Pen. ¿Progreso o regreso? Simplifico al describir en estos términos la disyuntiva contemporánea. Pero no es gratuito registrar el contraste de la melancolía nacionalista, y la fe en el futuro. La globalifobia repite un cuento que empieza siempre así: "Había una vez una nación con fronteras infranqueables. Éramos felices. Nos regíamos por nuestras propias reglas, hablábamos un solo idioma. Reinaba la soberanía. Pero un triste día se rompió la muralla que nos cuidaba, nos invadieron los extraños y de fuera nos impusieron leyes". La defensa de la globalización cabalga en la religión del progreso: la tecnología repartirá sus frutos y nos hará prósperos. Desaparecerán las viejas ataduras y las antiguas lealtades. El cuento de la globalización tiene otro comienzo: "Hace muchos años existían tribus aferradas a sus ídolos y sus rituales. Tiraban su dinero para sostener aduanas y fronteras. Se imponía entre ellos el absurdo de las tradiciones. Vivían en la más triste oscuridad. Pero poco a poco, la razón y el comercio fueron borrando las fronteras y ese absurdo deseo de pertenecer a un nación".

¿Es posible el diálogo entre estas opciones? Los extremos se empeñan en decirnos que no. Cado a uno ve un bárbaro en el otro. La furia con la que se expresa el reclamo populista no permite escuchar más que el grito. La ceguera con la que se dicta el sermón liberal no permite ver más que dogma. Así, por obsesión conspiratista o dogmatismo tecnocrático, se cree que el otro debe ser simplemente, derrotado. Se niega así, la posibilidad de la reforma. La disyuntiva es entonces reiteración o ruptura. Hacer lo mismo con la confianza de que un día se producirán los efectos deseados o quemarlo todo para empezar bien. Quiero decir que la posibilidad de la reforma depende de la disposición de escuchar el argumento contrario. Más allá de la estridencia del nuevo nacionalismo, de su lenguaje autoritario y antipluralista, habría que escuchar los fundamentos de su crítica: que la integración ha tenido costos severos, que ha distribuido mal los beneficios. Y que la pertenencia a una nación no es arcaísmo.

Si la disyuntiva de hoy es lo abierto y lo cerrado, habrá que rechazarla para aprender a abrir y a cerrar. Esa ha sido la tarea esencial de la política, decía Ortega y Gasset: conciliar los contrarios.

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