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Los días después de hoy

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

De prevalecer los mil 360 días restantes en la Casa Blanca, los cien primeros no habrán constituido el aviso de su fracaso personal como el presagio del peligro nacional e internacional que representa. No es hora de burlarse ni de temerle a Donald Trump, sí de activar cuanto mecanismo institucional sea necesario para frenar o acotar su actuación.

Incapacidad para integrar y coordinar al equipo de trabajo; emisión de órdenes rebotadas; iniciativas legislativas rechazadas; muros sin sustento; confrontación con la prensa crítica; actitudes antidiplomáticas con socios y aliados; razias fascistoides y racistas; provocaciones militares; desprecio por las instituciones; vulneración de principios y derechos; amenazas y arrepentimientos; posturas pendulares, por no decir esquizofrénicas; mentiras contumaces; y cualquier cantidad de ocurrencias... Ese catálogo de disparates integró la carta de presentación de Trump al frente de la Presidencia de Estados Unidos.

Tal cúmulo de desplantes y tal gala de ignorancia transforman su presunto arte de negociar en la ineptitud para gobernar. Y, cuando en muy corto plazo, un amateur empoderado agota sus recursos, desilusiona a su fanaticada y colma el repudio a su conducta, el inicio del conflicto -incluida la guerra- no es una posibilidad, sino una probabilidad. Del tamaño de la expectativa generada puede ser la talla de la tentación de sofocar la frustración, incendiando el problema. Es cuando la oligofrenia dicta las acciones. Donald Trump está en esa circunstancia.

Hasta ahora la fortaleza de las instituciones estadounidenses y la gallardía de quienes las encarnan han neutralizado sus despropósitos, pero la locura combinada con la desesperación no siempre se atempera con la restricción legal o la camisa de los intereses afectados.

***

Hacer política a partir de un manual para hacer negocios no es muy recomendable, menos cuando se desconoce o simplifica el entresijo de los complejos y variados mecanismos e intereses que pone en juego el ejercicio del poder. En su mejor expresión, la política impulsa y realiza proyectos colectivos a partir del acuerdo; el negocio, el don de empresa. En su más pobre expresión, la política impulsa la mera ambición de poder; el negocio, la pura ganancia.

Donald Trump resolvió hacer política como hace negocios, a partir de la fuerza y la amenaza en pos de la ganancia. Y, ya se sabe, no es lo mismo hacer huevos revueltos que deshacerlos. Activar la política del miedo sin dominar sus resortes, si no amedrenta, enoja al gobernado o al adversario y puede provocar fracturas. En ese punto, la política y la diplomacia se borran. Se abre espacio a la ruptura y la violencia, cuando no al terror. No es infrecuente, en ese caso, que quien quiere espantar termine asustado.

El residente de la Casa Blanca juega con la política del miedo y lo tientan el capricho y el arrebato. Hace ostentación de puntadas, no de ideas. En cien días, desvaneció dos pilares fundamentales en la construcción de la autoridad política: la confianza y la certeza. Confirmó la sospecha: no concede valor a los acuerdos. Tanta incertidumbre generó en el breve período que, ahora, socios y aliados lo miran y tratan con recelo; sus contrarios, enfilando baterías de misiles y ensayando teatros de operación militar.

Tan impredecible ha resultado Trump que, ahora, en vez de impulsar a la victoria, quizá arrastre a la derrota a su comadre francesa, Marine Le Pen. El balandrón -fanfarrón y hablador que, siendo cobarde, presume de valiente-, como se dijo aquí el 4 de febrero, mostró las cartas de su juego.

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Lo sucedido el miércoles pasado lo pintó de cuerpo entero. En horas, pasó de la amenaza al arrepentimiento y al libre ejercicio de la contradicción.

Desde el mismo gobierno, se filtró la intención de abandonar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Provocó temor en los sectores involucrados en él, dentro y fuera de Estados Unidos. Dividió a su equipo. Dejó ver que si bien encabeza el gobierno, a él lo gobiernan sus colaboradores y esta vez, por fortuna, la partida la ganaron los sensatos. Recibió llamados de sus vecinos, alarmados al verlo con la caja de cerillos. Reculó y salió a desmentir la filtración que, por lo pronto, resultó vacuna. Quizá, la desesperación de llegar a los cien días de gobierno sin nada bueno que contar animó la bravuconada.

Grave el problema, su titubeo pegó ligero. Sí sacudió al peso y al dólar canadiense, sí suscitó dudas sobre el destino del Tratado, sí brilló el filo del desastre. Pero de otra cosa estaríamos hablando ahora si ese ir y venir, ordenar y contraordenar, se hubiera dado en el ámbito militar y no en el comercial.

El residente de la Casa Blanca reveló el color de la raíz de su falsa cabellera: su impostura, no su investidura.

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Lo sucedido, de seguro, puso en alerta a sus socios y aliados así como a sus adversarios y competidores dentro y fuera de Estados Unidos, pero no sólo en el ámbito comercial, sino en muchos otros. Queriendo vestirse de gala, Trump se desnudó.

Qué podrá ocurrir en los días restantes de su administración sin importar cuánto dure, es ya una interrogante planteada por el propio Trump.

No hay respuesta, pero en lo tocante a México ya es hora de construir escenarios con y sin Tratado de Libre Comercio porque, visto está, la locura cuenta con habitación en la Casa Blanca. Creer en la incertidumbre es un absurdo. Los acuerdos con Donald Trump tienen la solidez de su crepé. Más vale no apostar todas las fichas a la idea de que todo será como antes, cuando el balandrón ya hizo público que, en un arrebato, puede cancelar el futuro sin posibilidad de refugiarse en el pasado.

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