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El brío de antaño

JUAN VILLORO

Hace casi cuarenta años conocí a Sergio González Rodríguez en la encarnación artística que antecedió a su fecunda trayectoria literaria. Militaba en las huestes del rock como bajista del grupo Enigma, fundado con sus hermanos. Cada integrante había sustituido su apellido por su signo zodiacal y él se presentaba como Sergio Acuario. Eran los tiempos de los hoyos fonquis, galerones sin acústica donde un coche hacía las veces de taquilla (la ventana se bajaba unos centímetros para recibir billetes y despachar boletos). En ese ámbito precario, Sergio imaginaba inauditos viajes sonoros. La aventura le costó el oído y lo convenció de que el arte no necesita otro estímulo que la pasión para ocurrir.

Con José Emilio Pacheco, compartió la creencia de que la cultura es un bien amenazado, que se debe preservar en cada texto. El ejemplo de "Inventario", enciclopedia semanal que Pacheco escribió durante cuarenta y un años, le sirvió para escribir de los asuntos más diversos. Sus libros y sus columnas fueron el saldo de una curiosidad sin límites. Exploró los bajos fondos de la bohemia mexicana; la relación de la cultura con el ocultismo; la obra de artistas contemporáneos como Abraham Cruzvillegas, Gabriel Orozco y Damián Ortega; el sustrato cósmico que D. H. Lawrence, Ernst Jünger, el Dr. Atl y Wilfrid Ewart encontraron en México.

En la sección "Numeralia", que durante años publicó en Nexos, dio peculiar sentido a las estadísticas. Al contrastar datos, transparentaba los delirios de un país sin rumbo, donde se gasta más en propaganda política que en televisión pública. Esa articulación de informaciones dispersas lo preparó para un trabajo de mayor calado.

A partir de Huesos en el desierto (2002), recuento de los feminicidios en Ciudad Juárez, indagó los delitos que se cubren con el manto de la impunidad. En El hombre sin cabeza, exploró las causas de la violencia extrema que pretende borrar todo remanente humano (en la medida en que la víctima pierde atributos como persona y sus huellas desaparecen, el verdugo siente que ingresa a la zona en la que ya nada es rastreable). Campo de guerra, estudio de la militarización del país, le valió el Premio Anagrama de Ensayo y Los 43 de Iguala ofreció hipótesis sobre la desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa. No es casual que Roberto Bolaño lo consultara y lo convirtiera en el personaje Sergio González que investiga feminicidios en 2666. Varias veces sufrió agresiones y las enfrentó con una valentía y una dignidad ejemplares. Nunca pensó que sufriera más que las personas que entrevistaba y fue capaz, incluso, de sobrellevar el acoso con humor.

En sus conferencias, retomaba la presencia escénica que tuvo en Enigma. Clausuró un encuentro sobre la Ciudad de México en Berlín con una ponencia sobre los sonidos de la urbe y en vez de citar canciones, las cantó. En Edimburgo habló sobre las condiciones del periodismo en tiempos violentos, con tal convicción que un editor inglés decidió hacer un volumen colectivo sobre el tema: La ira de México.

Como amigo, Sergio fue un torrente de afecto, sabiduría, generosidad y gusto por el relajo. Lo oí cantar en el bar Gato Verde, de Guadalajara, y en antros de México y el extranjero donde procuraba demostrar que había perdido el oído pero no la voz. Aseguraba que no escuchaba lo que decíamos, pero era el más enterado de lo que sucedía entre nosotros. Cuando algo le parecía absurdo, hacía el ademán de quien espanta una mosca imaginaria y aceptaba el desastre con ironía: "Todo es posible con tal de no volver a bailar Caballo dorado", comentaba, en alusión a la boda de un amigo en la que hicimos el ridículo en nombre del amor (y todo para que esa unión durara poco).

Sergio sabía ser feliz a través de los otros. Las conquistas, los libros, los banquetes, los viajes, los chismes y las aventuras de sus amigos le producían una dicha esencial. Como nadie, Sergio era "nosotros".

No siempre estábamos a la altura de su entusiasmo. Para animarnos, decía: "¡Has perdido el brío de antaño!". Esta afectuosa admonición nos hacía recuperar algo de nosotros mismos.

Abril ha vuelto a ser el mes más cruel. La intolerable muerte de Sergio González Rodríguez demuestra que hoy, como siempre, nuestro hermano mayor tiene razón: hemos perdido el brío de antaño.

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Escrito en: Juan Villoro

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