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MARCELA PÁMANES

Amanecí con nostalgia, evocando el pasado, me es prácticamente imposible estar en el presente, aunque lo busque, aunque respire, aunque mi razón se empeñe en decirme que la vida está aquí y ahora.

Me rindo ante la debilidad de mi mente y me perdono por ello y casi de inmediato los recuerdos se encadenan y voy y vengo en el tiempo, es como si hubieran requerido el salvoconducto de la conmiseración a la parte controladora que rige mi ser. La casa de mi infancia, el rostro de mi madre, su olor, el vestido de mi primer baile, mis miedos, mis vergüenzas, la comida, el sonido de la licuadora, las mañanas de lunes de lavar todo lo lavable, las tardes de bolear los zapatos con la shinola blanca, las noches de poner las botellas y los cupones para amanecer con la leche en la puerta, la bicicleta banana verde que compartía con mis hermanos; me doy cuenta que no logro contarme con precisión ninguna historia, es como si hubiera olvidado los leitmotiv y se quedaran solo los “props”.

He visto morir a mi padre y a mi madre, la de ella una muerte más lenta, empeñada en que reconociéramos que sus tiempos no son los nuestros; la agonía acompañada de alucinaciones y visiones, de arañas, niños fantasmas y del clamor por sus propios padres. ¿Será verdad que al final ves tu vida como en una película? ¿Será verdad que tu memoria de largo plazo predomina sobre la de corto plazo? ¿Moriré con la consciencia del último recuerdo o angustiada por la experiencia desconocida de la muerte?

Trato de encontrar los motivos y los porqués de esta suerte de clavado al pasado que me remite también a la muerte, en principio no encuentro explicación, aunque especulo que pudiera ser un desaliento vinculado con un futuro incierto, o también pudiera estar en el cansancio que mi cuerpo experimenta recordándome la vulnerabilidad de mi ser físico.

Hay recuerdos que tienen la suerte de tener largo aliento: una fotografía, un video, una grabación o algo que quedó escrito. Jamás hubiéramos conocido a Ana Frank si ella no se hubiera empeñado en escribir su diario; o no hubiera podido acuñar la hermosa frase del inolvidable Sergio Corona Páez si no existiera la grabación de su entrevista: “A veces me pregunto si viví la vida o si pensé la vida”.

Sospecho que padezco la crisis de la prevejez. Me imagino que la vida ha sido una larga caminata por un valle donde las montañas parecían lejanas y en un suspiro las veo frente a mí, sin posibilidad del retorno debo ascender solo para constatar que después de ellas no hay nada más. No hay tiempo de construir futuros recuerdos porque no habrá futuro. Si aclaro que “el no hay nada más” me refiero estrictamente a este mundo, la fe nos da aliento para confiar que la muerte es el inicio de una mejor vida.

En medio de esta crisis veo un montón de oportunidades:

Reconocer e identificar mis emociones, ¿qué las provoca? ¿qué siento en mi cuerpo cuando hay enojo o alegría o miedo? ¿Qué hago con ellas?

Me doy permiso de estar triste porque sé que esa emoción pasará. Me doy permiso de recordar con todos mis sentidos porque así como llega el recuerdo se va

Hago recuentos y evaluaciones, sin maquillajes, sin querer ayudarme, más bien con la intención de la objetividad.

Hay oportunidad de empezar a vislumbrar lo importante de la vida: la salud, la tranquilidad, la satisfacción del bien actuar.

Es más fácil reconocer los errores, disculparse por ellos y seguir adelante.

Vivir para uno mismo sustituye el vivir para los demás.

Experimentemos la prevejez en lugar de ser 'chavorrucos', finalmente, aunque no queramos nos acercamos todos los días al pie de la montaña.

Twitter: @mpamanes

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