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El hechizo tricolor

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Justo cuando el hechizo del Partido Revolucionario Institucional debería destacar no sólo la recuperación del poder, sino su propia transformación y, por lo mismo, la capacidad de reestructurar al país y estar en condición de repetir en la Presidencia de la República, esa fuerza no podrá ocultar un tono funeral en su festejo.

De seguro, el dirigente Enrique Ochoa intentará echar mano de la prestidigitación en el discurso celebratorio, pero la realidad exhibirá el truco y sepultará la ilusión.

El PRI recuperó el poder, pero no lo ejerció. Ganó la elección, pero no conquistó el gobierno. Alternó, pero no construyó la alternativa. Restauró viejas prácticas, pero no recolocó al presidencialismo al centro del universo político. Emprendió las reformas estructurales, pero salvo algunos capítulos de la laboral, la de telecomunicaciones, y la de energía, no pudo con la fiscal, la electoral y la educativa. Anunció el rescate de la seguridad pública y la honestidad en el servicio público, pero lega el reavivamiento de la violencia criminal y oficial, así como la voracidad sobre el dinero de los contribuyentes.

Ese partido que se repostuló ante la nación asumiendo la corrupción como cultura y la compra y coacción del voto como tradición, pero presumiendo su sabiduría en el arte de gobernar, hoy se perfila a la contienda por la Presidencia de la República como mero testigo de una competencia ajena.

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Ciertamente, la adversidad del entorno económico cifrado en la caída del precio del petróleo y la volatilidad del peso y, más tarde, la adversidad del entorno político cifrado en el triunfo de Donald Trump, complicaron la agenda, el plan de ruta y el calendario del proyecto de la administración. Sí, pero cuando ésta tuvo la oportunidad de corregir los errores propios -los normalistas desaparecidos en Iguala, la adquisición de la casa blanca y la de Malinalco y la reforma educativa contra los maestros- que vaticinaban su fracaso, titubeó, perdió la iniciativa, se pasmó, sometió a su partido y se precipitó en el marasmo que hoy la debilita.

A sus ochenta y ocho años de edad, el Revolucionario Institucional carece de la capacidad de articulación y reflexión imprescindible para rehacerse y recolocarse en unos meses en la palestra política, con la fuerza y el vigor de un auténtico competidor. Tanto así que, como en Veracruz, juega ahora en el Estado de México a prevalecer por sí o por interpósitos panistas afines a la idea de reducir la alternancia a una cuestión de turno en el ejercicio de no poder, pero sí tener. Son los comicios en el Estado de México el ensayo de si no soy yo, sé tú, siempre y cuando no sea aquel. El montaje preliminar de la puesta en escena del pantano donde el priismo se refleja en 2018, el de la alianza no declarada de los supuestos adversarios a muerte, dispuestos a acostarse juntos en el sepulcro. Sobran los priistas empanizados y los panistas en-prisados. Los únicos confundidos en esa operación son los perredistas, dueños de la franquicia, garantía del bienestar político sin aspiración de poder, que no saben si esa alianza los incluye o no.

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La misma composición o descomposición, según se quiera ver, del conjunto de la dirección del partido tricolor revela que, pese a la calamidad en puerta, la nueva y la vieja generación del PRI se dan la mano antes de aplaudir al primer priista de la nación que los conduce, firme, al desfiladero.

Los nuevos rostros del PRI son los de antes, los viejos rostros del PRI son los de después, es la política endogámica que tras el antifaz oculta el temor a qué será de ellos, si a las cero horas del día primero de diciembre de 2018 acaba el hechizo tricolor que los sacó de la pesadilla de verse fuera de Los Pinos, pero les provocó insomnio en vez de sueño o anhelo.

Día a día, ese equipo dirigente del brazo de los alicaídos líderes del gabinete presidencial -el poder no se ejerce, pero se comparte- se esmera en impulsar, sin querer, la campaña presidencial de su principal adversario, generando confusión entre sus propias huestes que, prestas a la cargada, dudan si decantarse en dirección contraria a la acostumbrada.

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No es para menos, gobierno y partido lo han hecho todo.

Adoran en secreto a Javier Duarte que, en el arte de la fuga, supera a Joaquín Guzmán Loera sin gastar un solo quinto en túneles. Sonríen ante el brillo de la constelación de exgobernadores acusados de corrupción al contratar reputados abogados, vivir bajo el amparo o residir sin tapujos allende la frontera. Aplauden el fomento de la vivienda de interés político, en vez de la de interés social. Sienten el descontento por el gasolinazo y, sensibles, optan por electrocutar a los consumidores con las nuevas tarifas eléctricas. Saben de la pérdida del poder adquisitivo del electorado, y no dudan en ponerse de ejemplo de cómo malgastar cuando se pueda, aunque sólo ellos puedan. Recrean a los cadetes del Colegio Militar frente al asedio del exterior y, en sentida parodia, se entregan envueltos en papel celofán sin ponerse moños. Explican el repunte de la violencia en los estados donde hubo alternancia como parte del natural reacomodo, producto de la pluralidad, la competencia y diversificación de la industria criminal. Envidian la capacidad recaudatoria de la extorsión, aunque niegan el doble tributo.

Partido y gobierno han hecho todo, incluso cerrar la distancia entre ellos hasta borrar la línea que pudiera sugerir una diferencia.

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Entusiasmar al rebaño tricolor y llamarlo a la unidad ante el exterior y la próxima elección presidencial, cuando la administración -emanada de su partido- ha hecho y hace lo indecible por desanimarlo y dividirlo, dejará ver qué resta del hechizo tricolor.

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