Siglo Nuevo

La estética del horror

El miedo, la repulsión y el camino a lo sublime

Foto: Fuyuko Matsui

Foto: Fuyuko Matsui

IVÁN HERNÁNDEZ

Los pavores del hombre convertidos en materia para el goce pueden surgir tanto de vislumbrar aquello que no existe como de recrear aquello que sí tiene su lugar en este mundo. Tanto lo cotidiano como lo desconocido pueden estimular un pánico agradable.

Más que un lugar común, sentir atracción por el horror es una condición inherente al ser humano, una que ha dado lugar, en los terrenos del arte, a obras que penetran el entendimiento y ubican al espectador frente a un cadalso muy personal.

Un referente obligado a la hora de abordar el tema de la estética del horror es Edmund Burke, escritor, filósofo y político irlandés del siglo XVIII. En sus reflexiones sobre abominaciones atrayentes afirma que el miedo, la repulsión, la monstruosidad, es condición indispensable para acceder a lo sublime, entendido como aquello que excita las pasiones hasta un grado violento.

Sólo a través de un filtro horroroso, según el autor nacido en Dublín, es que se desafían las leyes cotidianas de la percepción y se consiguen una experiencia y un conocimiento más elevados.

Es entonces que puede hablarse de haber atravesado por un "horror delicioso" o un "placer negativo". Para la mentalidad del siglo de marras, vale aclarar, el terror era un miedo muy intenso, mientras que el horror era una respuesta emocional de temor mezclado con repugnancia.

En literatura nadie representa mejor los ideales de Edmund que el escritor norteamericano Edgar Allan Poe.

El creador de Berenice y El gato negro hace del horror algo posible mediante la creación de situaciones sombrías que presionan la razón hacia los confines de una locura invasiva que se deshace de sus velos hasta revelar su forma definitiva, inexorable.

Conducir a los lectores por un camino de agonía, de sombra, de temor a la muerte, al dolor, a la nada, tan sólo con palabras es lo que hace de los cuentos de Poe un placer horroroso.

Siguiendo a Burke, es ineludible que lo sublime tenga como base al dolor y al horror porque sólo sensaciones extremas propulsan al hombre a vivir con una intensidad fuera de lo común y a reconfortarse en un asombro surgido de la ruptura de las dimensiones cotidianas de la existencia.

El asombro, impresión en el ánimo causado por algo dotado con una cualidad extraordinaria o un vuelco inesperado, es también un estado del alma en el que sus movimientos quedan suspendidos por el miedo. La cuestión es que algo peligroso no puede ser visto como insignificante.

El asombro abre las puertas de la percepción hacia lo sublime y al dar ese paso se deja atrás el pavor.

El miedo a la muerte es la sensación más poderosa, excita el alma con una fuerza mucho mayor que las emociones derivadas del placer positivo y seguro. Para que el horror sea sublime se requiere de una cierta dosis de deleite por parte de quien vive la experiencia.

La representación pictórica de una erupción volcánica, por ejemplo, podría antojarse bella al ojo del espectador. Sin embargo, no sería lo mismo si el público estuviera en el cráter de ese volcán y sin manera de escapar.

Por cuestiones como esta, Burke defiende que el instinto de supervivencia es mucho más poderoso que otras sensaciones, por tanto, las emociones derivadas del deseo de mantenerse vivo son de las más poderosas que produce un ser humano.

Si algo aparece ante nosotros y nos hace zozobrar o sufrir de forma directa, es dolor lo que tenemos ante nosotros, pero si son ideas de sufrimiento o peligro las que acechan al entendimiento, es posible extraer deleite.

La idea de la muerte es una de las que afecta con mayor profundidad al ser humano, empezando porque lo desconocido produce incertidumbre y temor. Pero el horror también encuentra sus fundamentos en la vida, y un breve resumen de lo anterior sería la sentencia de Sartre: "el infierno son los otros".

JAN SVANKMAJER

En la historia reciente, el cinematógrafo se ha ganado un lugar eminente a la hora de mostrar los horrores que sujetan a la humanidad.

Nombres como David Lynch o David Cronenberg han hecho escuela sobre los miedos que corroen la mente humana; mientras que cineastas como John Carpenter o George A. Romero explotaron temores enraizados en amenazas exteriores, tan atroces como inconcebibles.

Sin embargo, una cátedra de cine de horror bien podría comenzar y terminar con alguna obra del director checo Jan Svankmajer.

Nacido en Praga, en 1934, Svankmajer tiene, entre otras etiquetas, las de escultor, poeta, marionetista, coleccionista de rarezas, agitador de masas, y detractor de Disney, casa productora a la que considera la mayor pervertidora de la imaginación infantil que ha conocido la humanidad.

Para explicar sus múltiples intereses, este admirador de las obras de Poe, Lewis Carroll y Franz Kafka, afirma que "la antítesis de la poesía es la especialización profesional".

Su primer largometraje data de 1987 y es una adaptación de Alicia en el país de las maravillas.

Critica el devenir humano al sentenciar que la civilización audiovisual tiene pervertidos sus ojos. Por ello, se volcó al tacto, y con las imágenes que es capaz de concebir transmite, entre otras, la sensación de carne cruda.

Su puerta de entrada al horror es la infancia, y a partir de esa base reconocible va enlazando tanto sueños como erotismos.

Ser niño, compartió en una entrevista con prensa internacional, es una lucha constante por ceder, por saber hasta dónde nos dejamos robar nuestra libertad.

Al explicar su método de creación comparte que cuando uno cierra la puerta de su niñez la posibilidad de crear queda condenada. El arte, según el cineasta checo, trabaja con el subconsciente y solo debe una mínima parte de su grandeza a la reflexión controlada.

Cuando era pequeño, su padre le obsequió un teatro de marionetas. El futuro creador representaba en él situaciones de la cotidiana represión. Era su forma de liberarse. A más de tres cuartos de siglo de distancia, Svankmajer aún compara sus obras con lo que habrían sido de haberlas representado en ese teatro.

El cineasta checo estudió en el Instituto de Artes Aplicadas de 1950 a 1954, y luego en la Academia de Artes Escénicas de Praga.

Una marca de identidad de sus filmes es el uso de la técnica del stop motion para dar vida a sus muñecos, a sus criaturas de arcilla o de plastilina, a los esqueletos y máquinas de sus historias.

Svankmajer acostumbra señalar que el género humano ha desterrado a la imaginación de la actividad cotidiana. A manera de revancha, al parecer, el cineasta checo se deleita creando pesadillas.

En Neco z Alenky (título que es traducido simplemente como Alicia), la mayor parte del elenco son objetos inanimados, marionetas y recreaciones animales.

La atmósfera oscura da saltos, a veces imperceptibles, hacia los terrenos del terror. Sin embargo, el fin no es atemorizar, sino marcar distancia con respecto a la normalidad. Los niños, defiende, no sienten miedo o extrañeza ante lo desconocido sin un adulto que les induzca a ese temor.

En Alicia están presentes todos los escenarios reconocibles de la obra literaria, pero las similitudes no van más allá. Svankmajer se propuso inventar un país de las maravillas distinto, en el que los personajes adquieren formas poco habituales, en algunos casos ellos mismos se construyen y una vez cumplido su rol desaparecen.

La Alicia de tamaño natural es humana, pero su versión reducida es una muñeca. El conejo blanco es un animal disecado que, para moverse con libertad, primero procede a desclavarse de una vitrina.

La evasión de la pequeña no es por una madriguera, sino por un escritorio. Antes de eso, la niña no se aburría mientras paseaba por un escenario exterior soleado y agradable; Alicia estaba sola y encerrada dentro de un cuarto un tanto repelente y poblado de objetos al gusto de los adultos.

El discurso visual casi no tiene diálogos que lo interrumpan y no existe música que ofrezca pistas al espectador.

Algunos críticos ven a la Alicia de Svankmajer no como una adaptación, sino como una deconstrucción de la obra de Carroll.

Las obras de Svankmajer desafían un sostén básico de la normalidad: lo que debe existir en el mundo. Sus criaturas no deberían estar ahí y sin embargo lo están.

THOMAS LIGOTTI

Nacido en Detroit, Michigan, en 1953, Ligotti acuñó una narrativa de terror basada en la idea de que el ser humano no sólo desea conocer lo peor, sino la posibilidad de experimentarlo.

No abunda la información a propósito de este cuentista. Cuando mucho se encuentran comentarios sobre su misantropía, los frecuentes trastornos de ansiedad, el pesimismo a rajatabla y alguna fuerte depresión que ha padecido.

El autor de La fábrica de pesadillas se ha hecho con un público fiel entre quienes comparten que la humanidad vive sumida en el gran bosque del miedo.

En esa masa de sombras y caminos que no conducen a ninguna parte, según el narrador norteamericano, no es factible superar los peores retos con el conocimiento adquirido de experiencias falsas, son indispensables las sensaciones auténticas.

Por las páginas de Ligotti desfilan lo mismo asesinos que payasos, gusanos, marionetas y alienados. Sus personajes se mueven por el bosque ya sea en el papel de víctimas o verdugos, buscan rutas de escape o deleites horripilantes, pretenden conquistar explicaciones racionales a su situación o la soledad de las maldiciones que son patrimonio de un clan.

El autor sostiene que la historia de terror sólo es real cuando se sueña, es decir, cuando llegan a la persona productos oníricos que "nos involucran en misteriosas ordalías, en la transmisión de secretos, en la obtención de saberes prohibidos y, en más de un sentido, en el derramamiento de vísceras".

Con una trayectoria de más de dos décadas como editor, Ligotti tiene entre sus referentes habituales a Poe, al filósofo Emil Cioran y al novelista Vladímir Nabokov.

A Thomas Ligotti se le atribuye una calidad inversamente proporcional al escaso conocimiento que el gran público tiene de él.

Un tema recurrente de sus relatos es la futilidad del ser humano, una especie consciente y por tanto condenada al sufrimiento y a la infelicidad de maneras tan crueles como conseguir lo que anhela para advertir enseguida que de ese logro deriva su propia destrucción.

En su prosa abundan las repeticiones de vocablos oscuros y ruinosos, y son constantes sus reflexiones a propósito de los temores que padecen las personas.

Por ejemplo, el autor considera que los miedos de una mujer tienen su fuente en una prisión imaginaria de una ciudad imaginaria, y en esos terrenos cualquier cosa es posible, mientras se trate de algo repulsivo.

Las descripciones de Ligotti tampoco son ajenas a los adjetivos repelentes: Una inquietante bruma esmeralda impregnaba la localidad, y los rostros parecían levemente reptilianos.

En sus páginas incluso es posible advertir la influencia de Burke en frases como: no hay nada como el miedo para complicar la propia conciencia, induciendo niveles de reflexión previamente desconocidos.

Entre los personajes de Ligotti no puede faltar alguno cuyos ideales son los de las tinieblas, el caos y una melancólica semiexistencia consagrada a las muchas formas de la muerte.

Ligotti, un autor con el don de la ansiedad y la depresión creativas tiene claro que nadie renuncia a algo, sea real o irreal, hasta que ese algo se vuelve contra él.

MILLER Y HOFFINE

Esos apellidos representan extremos del horror fijado en una fotografía.

El primero es un clásico; el segundo, un contemporáneo con ideas claras. Entre ambos se sitúan innumerables ejemplos extraídos tanto de la realidad como de la ficción o, para ponerlo de otra forma, de la violencia humana y de las pesadillas.

Una cámara fotográfica recoge evidencias del horror que llegan a convertirse en arte.

Lee Miller es un ejemplo atemporal de lo anterior. Fue una estadounidense que comenzó del lado equivocado de la lente, su idea inicial era dedicarse al modelaje. Luego cambió de bando para convertirse en el tipo de fotógrafo que se sitúa en la primera línea de la acción para atestiguar que todos los pecados caben en un cerebro humano.

Como fotógrafa de guerra de la revista Vogue, sus andanzas la llevaron a tomarse una imagen tomando un baño en la tina de Adolfo Hitler.

El catálogo de Miller, sin embargo, reúne ejemplos de la devastación imposibles de obviar en una antología de documentos sobre el horror.

Su lente atrapó la zozobra de soldados alemanes capturados, interpretando el añejo papel de pedir clemencia.

La exmodelo reveló, y así se conservó vivo el recuerdo, contundentes pilas de cadáveres o las llamadas de atención por parte de momias humanas, soldados heridos, con la mayor parte del cuerpo lastimado y oculto tras vendajes.

Miller también capturó, desde un balcón, el fusilamiento de Laszlo Bardossy, primer ministro de Hungría. Bardossy, con la cara descubierta, hace frente a la muerte que representan cuatro soldados.

A unos metros del paredón se multiplican las miradas atentas, empiezan por la de un sacerdote, siguen con el cerco policíaco, y terminan con la gente expectante.

Miller y la guerra son ese extremo de la violencia que tiene como escalones más bajos geniales muestras de belleza obtenidas a partir de la brutalidad empleada por la delincuencia común u organizada.

En las antípodas de Lee Miller se ubica Joshua Hoffine, un fotógrafo nacido en Missouri en 1973.

Hoffine crea fotos de horror como si de minifilmes se tratara; retrata miedos de la infancia, como el de una niña que desciende por la escalera del sótano ignorando que detrás de los últimos escalones hay una criatura al acecho.

En otra, el sueño de una menor es interrumpido por un diablo que emerge del piso de la habitación.

Joshua diseña escenarios, maquillajes y efectos especiales. Recurre a actores profesionales y a su familia para que actúen sus ideas.

Algunas fotos del norteamericano han causado polémica porque sus hijas comparten cuadro con demonios y bestias. Hoffine asegura que las pequeñas lo pasan bien durante las representaciones. Además, las ideas para armar sus historias suelen surgir luego de leerle a las pequeñas algún cuento para dormir.

Joshua confía en que sus fotos van más allá de lo que muestra la impresión final. Tiene claro que el horror no es sino confirmar que la seguridad es una ilusión, porque los monstruos están a nuestro alrededor.

Las películas de terror son la fuente primigenia para nutrir su ojo; dentro de ese género, afirma que obras como Evil Dead 2 (El despertar del diablo 2 de Sam Raimi) o The company of wolves (En compañía de lobos de Neil Jordan) son especialmente inspiradoras.

Hoffine explora y explota los miedos infantiles porque en ellos se destacan sentimientos de incertidumbre y temor nacidos en la más espeluznante de los mundos, el de la imaginación. No por nada a este artista de Kansas lo denominan como un especialista en psicología del miedo.

HORROR MARCIANO

Chris Mars es otro artista que ha hecho del horror un arte reconocible a fuerza de monstruosidades.

Nació en Estados Unidos en 1961 y su primera opción era triunfar en la música, incluso fue baterista de una banda. A partir de 1996 se dedicó a la pintura.

La obra de Mars se explica a raíz de una dolorosa experiencia familiar. Su hermano mayor fue diagnosticado con esquizofrenia y eso le permitió conocer de primera mano aspectos oscuros de los seres humanos, cosas como el rechazo del que puede ser víctima un integrante de la familia; la crueldad de la que son capaces las personas o los abusos contra pacientes reducidos a conejillos de indias en los hospitales.

Esas vivencias se convirtieron desde temprana edad en miedos, miedo a ser etiquetado si no eres un individuo normal de la sociedad, temor a ser apartado de tu familia, pavor a ser encerrado contra tu voluntad y a ser drogado y humillado por las personas que deberían cuidar de ti.

Por el camino de recrear esos recuerdos, Chris Mars se ha ganado, en ciertos círculos, la categoría de clásico del arte macabro gracias a un estilo que es pródigo en paisajes de pesadilla poblados por figuras distorsionadas y grotescas.

El pintor norteamericano no oculta el sentido catártico de sus creaciones, se ha referido a su obra como el producto del impacto visual y emocional producido por el deseo de superar una penosa travesía familiar marcada por una enfermedad mental.

Su hermano Joe fue hospitalizado una y otra vez durante sus años de infancia y adolescencia. Del paso por instituciones médicas, Mars extrajo "imágenes de hospitales casi medievales".

"Las visiones, sonidos y olores que experimenté cuando lo visitaba siendo un niño pequeño prevalecen en mi trabajo", compartió en una declaración artística difundida en el 2000.

Mars asegura que su mundo de horrores nace directamente del mundo que le rodea, uno en el que los ángeles se pueden confundir con monstruos y los monstruos reales pueden pasar por héroes o reyes.

Los vínculos con el horror han dado a sus obras el aliento suficiente para fijar posturas personales en temas relacionados con la política o con la sociedad actual.

En 2008, Mars editó un libro con más de una centena de sus pinturas. El título es Tolerance y lo describe como "un libro verde, publicado utilizando tintas a base de vegetales, con papel reciclado, papel sin cloro. No está hecho por esclavos, los gastos de impresión no los patrocinan las tiranías del Estado, ninguna mano de niño ha cosido sus tapas. Es verde y es de comercio justo".

Para este adorador de huesos y esqueletos, todo arte es político, en algún sentido, y puede reflejarse en cuadros cargados de inconformidad o reflexión, con fines tanto propagandísticos como de invitación a la rebelión.

Asegura que sus pinturas bien pueden ser considerados mítines o ensayos o fotografías de monstruos que no son otra cosa sino individuos inadaptados, personas que, mentalmente, están en un plano diferente al de la mayoría.

La vida de Joe y de otros enfermos le ha valido a Mars para conectar con injusticias que se padecen en un sentido más universal.

"En cada pieza estoy liberando a mi hermano. Le estoy creando un monumento a él y a aquellos que son como él", sentenció.

"Me dejan estupefacto las terribles tendencias del animal humano, y a la vez me asombra el coraje de la gente y su compromiso para cambiar hacia un mundo mejor", comentó en su declaración este pintor cuyas creaciones se encuentran en varios museos y numerosas colecciones públicas de los Estados Unidos.

ESCULPIR PESADILLAS

Nació en Corea del Sur en 1976, vive y trabaja en Seúl. Sus obras han sido expuestas en galerías de Inglaterra, Italia y China.

Es un escultor hiperrealista y surrealista. Se ha especializado en elaborar miniaturas de figuras humanas puestas en situaciones absurdas o, como el artista lo explica, transforma cuestiones de la vida diaria en minúsculas muestras de horror poético.

Algunas de sus creaciones vienen con autocensura. Dongwook Lee oculta algunas partes con pixeles para impedir la visión completa de la violencia fijada en ciertas figuras, un detalle llamativo si se considera que el contexto sanguinario de sus piezas es bastante explícito.

Por ejemplo, un guerrero utiliza sus entrañas como armadura o una mujer flota con el estómago hacia arriba en una imagen que recuerda a un pez muerto dentro de una pecera.

La infancia también tiene sitio en su producción. Así, muestra al espectador a un niño desnudo frente a una violenta escena de un crimen que él mismo pudo haber perpetrado.

Una de sus visiones más difundidas nos muestra a mujeres en el papel de sardinas, acomodadas una junto a otra dentro de una lata.

A este artista surcoreano le gusta partir de elementos contradictorios: belleza y crueldad, vida y muerte, civilización y barbarie, realidad y fantasía.

Dentro de este arte también destaca Russel Cameron, artista oriundo de Brooklyn, Nueva York.

Este creador autodidacta hace esculturas a partir de partes amputadas del cuerpo humano.

En la serie Flesh and bone (Carne y hueso) por ejemplo, transforma la arcilla, la madera, incluso el metal, en productos inquietantes, cuando no perturbadores,miembros deformes que parecen extraídos de un cuerpo espeluznantemente anómalo.

Un elemento llamativo de su obra es que ha desarrollado una sobresaliente habilidad para imitar la carne humana.

Cuando expone los resultados de sus esfuerzos, Cameron invita al espectador a imaginar las criaturas de las que salieron las extremidades por él concebidas.

Además de miembros amputados, este escultor norteamericano gusta de dar forma a pequeñas criaturas dotadas con movimiento gracias al uso de materiales flexibles como el silicón y a la tecnología de los animatronics (uso de mecanismos robóticos o electrónicos).

Para aumentar la carga horrorífica de sus obras, este norteamericano suele cubrirlas con un material viscoso, lo que acentúa la percepción de que sus retoños apenas han salido de una repelente oscuridad.

Este somero recuento de artistas que hacen del horror algo tangible no está exento de un elemento latinoamericano.

El colombiano Federico Uribe ha encontrado en dos protagonistas de la violencia, el latón y el bronce de los casquillos de bala, la materia prima de sus obras más conocidas.

La estética del horror de este creador tiene motivos personales bien conocidos. Crecer en un país desangrado por un conflicto largo y doloroso es uno de ellos.

Uribe define a sus creaciones como una forma de "sacar belleza del testimonio de la muerte".

Dos de sus piezas más celebradas están hechas con residuos de disparos: un leopardo exuberante y una persecución circular y vertical entre un zorro y una liebre.

El escultor colombiano asegura que las piezas formadas en su taller portan historias, por lo general desagradables, el arte, entonces, consiste en exponerlas de manera que la gente encuentre belleza en el dolor.

Uribe estudió en la Universidad de Los Andes de Bogotá. Siguió con su formación en la Universidad Estatal de Nueva York. Actualmente vive en Miami, Florida.

En algunas entrevistas sobre sus inicios en el arte afirma que desde su infancia encontró en la creación una manera de sustraerse de la violencia en todas sus expresiones.

Recuerda que su padre no era afectuoso y que su madre lo maltrataba. El futuro escultor acostumbraba esconderse debajo de la cama o encerrarse en el clóset para escapar de su realidad.

La cosa empeoró cuando comenzó a hacerse evidente la homosexualidad del joven Federico. Su progenitor le hizo saber con dureza qué nivel de comprensión podía esperar: "prefiero un hijo muerto que marica".

Con los años, sin embargo, y gracias a los resultados obtenidos por el joven Uribe en los terrenos artísticos, su padre comenzó a verlo con otros ojos.

Lo mismo hicieron sus excompañeros de colegio. Con la aparición de las redes sociales, el escultor colombiano recibió un montón de solicitudes de amistad de aquellos que le hicieron la vida imposible. Federico esperó a que se reuniera un nutrido grupo y les dedicó el siguiente mensaje: Los 14 años en el Gimnasio Moderno me supieron a mierda y todo lo que me lo recuerde me sabe a mierda. Les deseo buena suerte.

Uribe ha expuesto en más de 25 museos alrededor del mundo.

Esta galería del horror no es sino un recorrido por un lugar común. La mezcla de temor y repulsión es una región oscura que atrae a los visitantes por razones incluso más fuertes que los placeres positivos.

Una novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, deja sembrada en el lector la repetición de ese concepto. Si algo puede aprenderse de Conrad y de los demás artistas incluidos en este catálogo es que no hay lugar como el horror.

Correo-e: [email protected]

Fotograma de la película Alicia. Foto: Kino images
Fotograma de la película Alicia. Foto: Kino images
Thomas Ligotti. Foto: Vastarien Journal
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Fusilamiento de ex primer ministro de Hungría, László Bardossy (1946). Foto: Archivo Lee Miller
Fusilamiento de ex primer ministro de Hungría, László Bardossy (1946). Foto: Archivo Lee Miller
Bed. Foto: Joshua Hoffi ne
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Devil. Foto: Joshua Hoffi ne
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Foto: Chris Mars
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Sailor (2004). Foto: Union Gallery
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Amor peligroso. Foto: Federico Uribe
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Persiguiéndome en la madriguera. Foto: Federico Uribe
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