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Lluvia de azares

JUAN VILLORO

Si las diosas fueran juzgadas por su rendimiento, la empleada del mes sería siempre Fortuna. El azar no descansa.

Ciertos proyectos de alto ingenio han querido encauzar los trabajos de la suerte. En el siglo XIII, el mallorquín Ramón Llull diseñó una "máquina lógica" que ponía a prueba los razonamientos comparándolos con figuras geométricas. Para ello, la máquina debía estar alimentada por todas las proposiciones susceptibles de ser pensadas. La idea de fondo era la de controlar lo incalculable. En el siglo XVII, Leibniz, pionero del cálculo diferencial, buscaría un método combinatorio superior al de Llull. Mientras tanto, la gente se quedó con la sensación, difícil de rebatir, de que la mayoría de las cosas ocurren por chiripa.

¿Hay límite para las sorpresas del azar? Pondré un ejemplo empírico a partir de las experiencias del admirable Arturo Beristáin, que representa mi monólogo Conferencia sobre la lluvia, bajo la dirección de Sandra Félix. La obra inauguró el foro Antonieta Rivas Mercado, en la Biblioteca México, con otro espléndido actor, Diego Jáuregui. En su inagotable análisis del texto, Beristáin descubrió que, cuando Rivas Mercado se suicidó en Notre Dame, llevaba un libro de Leopoldo Lugones, poeta citado en el monólogo. ¿Coincidencia o deliberación? Las dos cosas: una coincidencia que la lectura de Beristáin convirtió en deliberación.

A veces sólo distinguimos la suerte cuando la interpretamos; en otros casos, el destino lo hace por nosotros. La vida de Beristáin está marcada por señales de este tipo: hoy Conferencia sobre la lluvia se reestrena en la Sala Villaurrutia, continuando una secuencia que aguarda la "máquina lógica" que la explique.

Resumo una trama de varias vidas dedicadas a la escena. El 7 de octubre de 1948, Lolita Bravo, entonces de veintidós años, debutó en el Teatro Ocampo con Los padres terribles, de Jean Cocteau, protagonizada por María Teresa Montoya. Había llegado ahí después de trabajar en la XEW como cantante y actriz. En la radiodifusora conoció a Alicia, hija de María Teresa, quien la recomendó para el teatro. La obra tuvo un éxito considerable y se programaron funciones en Sudamérica. En aquel mundo de costumbres lentas y sospechas rápidas, no era habitual que una "hija de familia" viajara en nombre de las musas. ¿Cómo convencer al padre de Lolita de que la gira no atentaría contra la virtud de su hija? María Teresa Montoya acudió a un sonsacador respetable: Xavier Villaurrutia, quien le había dedicado La hiedra.

Lolita pudo hacer el viaje; se enamoró del galán del elenco, Luis Beristáin, y un año después se casó con él. Arturo nació en 1952, confirmando que las palabras de los poetas tienen consecuencias.

Pero la relación del actor con la Sala Villaurrutia no acaba ahí. En 1968, el adolescente cuya segunda casa era el teatro había optado por otro camino: tocar el cello. Todos los días tomaba un autobús que pasaba por el Auditorio Nacional y seguía al Conservatorio. En la parada del Auditorio, solía descender una chica con los atributos superiores de los ángeles. Una mañana, Arturo decidió seguirla. Ella iba a la escuela de danza; al lado, estaba la de teatro. Él se asomó ahí y vio que todo mundo se besaba en los pasillos. Entendió que su verdadera vocación estaba en ese recinto apasionado (luego supo que no había presenciado una costumbre, sino un happening amoroso ideado por Alejandro Jodorowsky).

El azar es obsesivo: en 1970, Beristáin se graduó como actor en la Sala Villaurrutia, con Romeo y Julieta. Ese mismo año debutó en el cine con Los días del amor, de Alberto Isaac, que marcaría una nueva época en la cinematografía nacional. Poco después, Arturo Ripstein lo dirigiría en El castillo de la pureza, con guión de José Emilio Pacheco.

El montaje de Romeo y Julieta estuvo a cargo de Soledad Ruiz, quien nació el mismo día, aunque no el mismo año que Emiliano Zapata y tenía en el pecho una marca idéntica al Caudillo del Sur, pero esa es otra historia...

Celebremos las coincidencias de esta noche: la capacidad de persuasión de Xavier Villaurrutia desató la cadena de azares que llevaron a la existencia de Arturo Beristáin, a su graduación en la sala que lleva el nombre del poeta y a una vida pródiga cuya más reciente escala es un monólogo sobre la relación entre la lluvia y la poesía amorosa. "Agua de azar", diría Jorge F. Hernández.

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