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Filtro de seguridad

JUAN VILLORO

No conozco a ningún mexicano que utilice la palabra "caballero" por genuina amabilidad. Durante décadas, el término quedó relegado a las puertas de los baños masculinos, pero regresó con una venganza y ahora se usa en demasiados sitios para aparentar cortesía.

Estamos ante una variante del machismo destinada a agraviar a los hombres por partida doble. Quien dice "caballero" asume una condición inferior por interés, y quien escucha la palabra sabe que el otro busca algo fingiendo sometimiento. Un falso vasallo se dirige a su falso señor.

Vayamos a un bastión de este enredo de caballería: el filtro de seguridad de un aeropuerto. Ahí el término de presunta cortesía se usa para pedirle al viajero que se despoje del cinturón y los objetos metálicos. Como el mexicano tiene vocación de pregonero, un vigilante declama: "¿Líquidos, cremas, objetos metálicos, cinturón, monedas, caballero?". Este inventario sirve para llenar charolas. Pero también hay que quitarse la chamarra. Si uno pregunta por qué, obtiene esta respuesta: "Es por su seguridad, caballero". En este caso la palabra viene subrayada; no simula sumisión; sugiere que somos tan idiotas que no sabemos lo que nos conviene.

Posteriormente, nos acercamos al arco detector de metales donde otro agente repite la letanía: "¿Líquidos, cremas, objetos metálicos, cinturón, monedas, caballero?", lo cual permite pensar que tal vez los filtros funcionan por superstición religiosa. Tal vez el arco ni siquiera esté conectado y la frase se reitere como un rezo para pedir que nada malo suba al cielo.

Por desgracia, en cuanto pensé que la seguridad aérea era un asunto de fe, volví a la realidad. Recogía mis cosas en el filtro de la Terminal 2 cuando sonó el teléfono. Colgué diez minutos después y advertí que había olvidado mi cinturón en la charola.

Al regresar al filtro, supe que había dejado de ser un caballero. Pregunté por un cinturón café y tres guardias me vieron con rostros graníticos, sin decir palabra. Luego uno de ellos desvió la vista en dirección a la máquina de rayos equis y otro alzó una bandeja. Entendí que habían hecho una búsqueda. Pregunté si había un lugar de objetos perdidos. El tercer guardia, que no se había movido, señaló con la barbilla una oficina acristalada a tres metros de distancia. Fui ahí y mencioné el objeto que para entonces ya tenía un aire inverosímil: mi cinturón café. Un oficial negó con la cabeza como si tuviera agua en las orejas. Entendí que diez minutos eran suficientes para que una tira de cuero se evaporara en presencia de treinta vigilantes.

Lo comenté en una reunión y un amigo argentino contó algo mucho más grave: en la misma terminal trataron de robarle su computadora. Lo hicieron pasar varias veces por el arco de metal ("por su seguridad, caballero"), mientras alguien se apoderaba de su laptop. Logró recuperarla acudiendo a otra oficina de vigilancia que había rastreado por video a otro pasajero, que acaso contó con la complicidad de alguien en el filtro. En cambio una paisana suya no corrió con la misma suerte. Le robaron en forma definitiva la computadora mientras pasaba varias veces bajo el arco fatal.

En este país de paradojas, el lugar de la seguridad resulta ideal para perder objetos. Pocas personas tienen un acceso más directo al robo que los encargados de impedirlo. Ignoro si hay una estadística de lo que se esfuma en los filtros de seguridad, pero hay indicios de que ahí se transfigura la materia.

El 5 de diciembre de 2016 volé de Guadalajara a la Ciudad de México y confirmé que la seguridad pertenece a las disciplinas esotéricas. Junto al detector de metales, vi un artículo decomisado: un "niño Jesús" de tamaño natural. Pregunté si era peligroso. La agente que revisó mis cosas tuvo la amabilidad de no decirme "caballero" ni de explicar que actuaba por mi seguridad: "Está muy grandote", explicó. "Hay niños que viajan con bebés de plástico de ese tamaño", argumenté, dándole la oportunidad de decir que esa réplica del mesías estaba llena de cocaína. Entonces demostró que todo aduanero es un intérprete: "No es un muñeco, sino un niño Dios". Algo sospechoso, desde luego, pues no debería estar en el aeropuerto, sino en el cielo.

ÁTICO

En un país de paradojas como México, los encargados de impedir robos tienen acceso directo a cometerlos.

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