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La década sangrienta

JESÚS SILVA-HERZOG

Hace diez años comenzó una guerra innecesaria y costosísima. Ha cubierto de luto y de miedo al país. No hemos salido de ella. Ha esparcido la violencia, ha trivializado la crueldad. Fue una guerra elegida por el presidente Calderón en los primeros días de su gobierno. No tenía un diagnóstico claro del problema. Tampoco conocía los recursos con los que contaba. Para afirmar su poder, optó por la guerra. No fue una guerra impuesta por las circunstancias, fue una guerra de elección. No quiero decir que haya sido un capricho, digo que fue un error descomunal. Es indudable que, a finales del gobierno de Vicente Fox había focos rojos en el país. La política de Felipe Calderón tuvo a bien multiplicarlos. Lejos de resolver el problema, se empeoró gravemente; lejos de debilitar al enemigo del Estado, a quien se debilitó fue al Estado y quienes se fortalecieron fueron las bandas criminales. ¿Alguien podría negarlo?

Cuando Felipe Calderón asumió la presidencia, el país alcanzaba la cifra más baja de homicidios desde que éstos se cuentan. Eran, objetivamente, tiempos de paz. Hoy los recordamos con nostalgia. No desconozco lo que sucedía en estados como Michoacán. No niego que era necesario actuar para recuperar el poder e incluso la presencia del estado en distintas zonas del país. Pero la forma en que se actuó agudizó el mal. Tras su largo sexenio y después de que su estrategia se ha prolongado con la nueva administración, los resultados de esa política son terribles: una elevación extraordinaria de homicidios y extorsiones, una crisis profunda de derechos humanos, miles de desplazados por la violencia, un ejército envenenado que pierde legitimidad a medida que sigue encabezando una guerra sin estrategia.

Diez años de retroceso moral. Así debe entenderse este ciclo que inauguró el arrebato castrense de Felipe Calderón. Los actos políticos, aún aquellos que se fundan en las mejores intenciones, pueden llegar a carcomer los principios elementales de la convivencia. La enseñanza de estos diez años es que el crimen ofrece fama y no castigo; que la violencia es la forma más sencilla de resolver un problema. El político conservador que no dejaba de pontificar sobre la vía bélica al Estado de Derecho contribuyó a la más profunda regresión moral en el país de la que tengamos memoria. El fracaso en el que sigue empeñado el gobierno actual tiene esa dimensión inconmensurable, tal vez metafísica: el mal se vuelve políticamente aconsejable cuando el Estado se somete a valentonadas sin estrategia.

Es necesario volver a decirlo hoy, cuando las corruptelas del presente nos llevan a olvidar los terribles errores de juicio del pasado reciente. Tras la guerra declarada por Felipe Calderón, somos un país más violento, más inhóspito, más sangriento, más bárbaro. Los defensores de la opción militar aseguran que la violencia antecede a la decisión de 2006. No es cierto. A fines del gobierno de Vicente Fox se presentaron crímenes de una extraordinaria violencia e inusitada publicidad, pero hoy los vemos como hechos auténticamente aislados. Tras la declaratoria de guerra, esos hechos dejaron de ser aislados para extenderse y repetirse por todo el país. Ahí están los números para quien quiera consultarlos. Lo ha dicho atinadamente Jorge Castañeda desde un principio: la violencia del país fue consecuencia de la estrategia calderonista. No al revés.

Quienes defienden esta nefasta política argumentan que algo debía hacerse. El presidente no se quedó cruzado de manos y actuó, dicen. Él mismo usó ese argumento cuando, en su intenso diálogo con Javier Sicilia, defendió su política como un arranque admirable de valor: si sólo hubiera tenido piedras para defender a tu hijo, las hubiera usado. Se desentienden todos ellos de la elemental regla de la ética política: el único rasero válido para un hombre de estado son las consecuencias del actuar. En efecto, Calderón usó piedras que fortalecieron al monstruo. Su conciencia está tranquila, al parecer, porque algo hizo. Tendrá la satisfacción de aquel médico en la sala de emergencias que decidió amputar ambas piernas al enfermo cardiaco. No le practicó un solo examen, no le hizo una sola pregunta. Tenía a la mano el bisturí y algo tenía que hacer.

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