Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

PLAZA DE ALMAS

ARMANDO CAMORRA

Él mismo tenía la culpa, pensó cuando el agua les daba ya a la cintura. Juan se lo dijo: "Señor: el río va crecido; el paso es peligroso". Y él: "No seas marica. Éntrale". Obedeció el muchacho. Estaba acostumbrado a obedecer. No habían avanzado ni diez metros cuando la camioneta se detuvo. El chofer pisó a fondo el acelerador; aplicó las velocidades de refuerzo; trató de salir de reversa. Todo inútil. Había muchas piedras en el fondo, dijo, y la corriente era demasiado fuerte. El motor se apagó. "Es por el agua". Arriba el cielo estaba negro de nubes, y a lo lejos se veía caer un horizonte de pesada lluvia. Preocupado, dijo para sí: "Eso hará que el río se crezca más". "¿Qué hacemos?" -se oyó decir. Al punto se irritó por haber preguntado eso. Él siempre sabía qué hacer. "No podemos arriesgarnos a cruzar caminando, señor -opinó Juan-. La corriente nos arrastraría. Tendremos que esperar aquí, a ver si baja el río. A veces estas aguas pasan pronto". Callaron. Él encendió un cigarro. Juan sintió el deseo intenso de fumar también, pero no podía hacerlo: era el chofer; no debía fumar delante del patrón. Se hizo un silencio largo. "¿Estará bajando la corriente?". "Al contrario, señor; ha subido. Mire: ya tapó las llantas. Cuando nos atoramos estaba más abajo, y no hemos estado aquí ni media hora. El agua va subiendo, y muy aprisa". Sintió en el estómago el espasmo del miedo. Había oído hablar de cómo el río, cuando se ponía bravo, se llevaba hasta casas. Tuvo un súbito amago de terror. Notó que las manos le temblaban. "¿Qué hacemos?" -volvió a preguntar. "Yo creo, señor, que debemos salir de la cabina. Después será imposible abrir las puertas, y quién sabe qué pueda suceder. Por lo menos allá atrás podemos estar de pie, y subir al techo en caso necesario. No creo que el agua suba tanto, pero quedarnos aquí adentro es peligroso". Dijo él: "Voy a ver si puedo abrir la puerta". Su voz tembló como sus manos. "Espere, señor. Deje salir yo primero. Después le ayudaré a subir". El chofer batalló para abrir la puerta, pero pudo hacerlo. Desde su asiento él vio las aguas que pasaban con velocidad de vértigo. Le molestó una ocurrencia ridícula que tuvo: eran del mismo color del chocolate que tomaba de niño en la merienda. Y otro pensamiento tuvo: ¿iba a morir ahogado en aquello parecía chocolate? Juan salió de la cabina, y con movimientos ágiles subió a la caja de la camioneta. "Ahora usted, señor. Abra la puerta. Empuje fuerte". Obedeció, y ni siquiera le molestó que las palabras de su chofer sonaran a orden. Pensó que tenía suerte de que el muchacho estuviera ese día con él: de haber ido solo, como otras veces, no habría sabido qué hacer. Abrió la puerta. Sintió en las piernas el golpe de las aguas. Supo que si caía en ellas se ahogaría. "No tenga miedo, señor -oyó decir a Juan-. Deme la mano. Sólo tenga cuidado de no resbalar. No mire para abajo. Yo lo sostendré y lo ayudaré a subir". "No sé nadar, Juan. Por favor no me vayas a soltar". "Claro que no, señor; confíe en mí. Ande, venga; no hay problema". Con la ayuda de Juan pudo subir a la parte trasera del vehículo. Aquello fue menos difícil de lo que esperaba. Ahí estuvieron toda la noche. No durmieron por el temor de la muerte que les pasaba cerca. Fumaron juntos. Él le contó al chofer cosas de su vida que a nadie le había contado nunca. Juan le habló de sus padres, de su esposa, de su hijo recién nacido. En la oscuridad se oía sólo el ruido de las aguas. Cuando amaneció, el nivel de la corriente había bajado ya. Pudieron caminar hasta la orilla opuesta. Vieron venir gente. Estaban a salvo. Él encendió un cigarro. Juan iba a encender el suyo. Le dijo él con enojo: "¿Vas a fumar delante de mí?". FIN.

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