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El sectarismo y la madre de Camus

JESÚS SILVA-HERZOG

El 12 de diciembre de 1957, un par de días después de recibir el Premio Nobel de Literatura, Albert Camus se reunió con estudiantes de la Universidad de Estocolmo. En lugar de dictar una conferencia, les propuso una conversación. En la entrevista colectiva, el escritor abordó el cine, la pena de muerte, las libertades, el racismo, Argelia. Un joven le reclamó vaguedad en sus pronunciamientos sobre la independencia argelina. Camus insistió en su ideal de una Argelia justa donde sus dos poblaciones pudieran vivir en paz y en igualdad. Defendiendo la vía democrática, atacaba la alternativa terrorista: "Siempre he condenado el terror. Debo condenar también un terrorismo que se ejerce ciegamente, por ejemplo en las calles de Argel, y que un día puede golpear a mi madre o a mi familia. Creo en la justicia, pero defenderé a mi madre antes que a la justicia."

Defenderé a mi madre antes que a la justicia, dice Camus. Si algunos creen que la justicia del independentismo supone el permiso de colocar bombas en los autobuses, estaré al lado de esa posible víctima que es mi madre. Camus no estaba pidiendo privilegios para su familia, no quería colocarla por encima de la ley. Defendía su derecho a vivir. Lo injustificable para Camus era que una abstracción justificara el sacrificio de los hombres. Bestial es sacrificar los afectos por entelequias. La razón política se ha dedicado a entregarnos utopías radiantes que borran el rostro de las personas. Camus lo vio mejor que nadie: las causas más hermosas pueden secuestrar la sensibilidad elemental de los hombres. Esa capacidad de apreciar la humanidad en el vecino, en el amigo y en el antagonista es aniquilada cuando nuestras relaciones se subordinan a una causa radical. Mi vecino ya no es una persona con una esposa, tres hijos y un perro al que pasea por las tardes. No es el hombre al que encuentro en el mercado y al que saludo regularmente. Es aliado o enemigo; es militante de la causa o traidor. Por eso Camus advertía que los revolucionarios no podían darse el lujo del amor: a la única mujer a la que deben entregarse es la Revolución. No hay celoso más enfermo que el fanático: quien pide lealtad absoluta verá siempre sospechoso al mundo.

Andrés Manuel López Obrador ha decidido retirarle públicamente el título de hermano a su hermano. Lo considera un traidor y lo ha expulsado de su familia. "Yo ya no tengo esos hermanos," declaró al enterarse que su pariente apoya una opción incorrecta. La declaración parece brotar de una de nuestras telenovelas en las que el padre deshereda al hijo que decide desoírlo. "Si decides casarte con esa mujerzuela, dejarás de ser mi hijo." Parodiando esa risible dramaturgia, el político proclama el desconocimiento de su hermano. Podría pensarse que el pleito es asunto de familia y que no tiene uno permiso de hablar de cosas tan personales, pero, una vez que ambos han elegido ventilar sus desacuerdos, tenemos derecho a comentarlos. Creo, además, que el exabrupto del político tabasqueño es la muestra más acabada de su sectarismo.

El mundo no tiene más eje para el tabasqueño que su dicotomía entre el bien (que él encarna) y la mafia del poder (que representan todos los que se le oponen). En esta teología, la política no es uno de los territorios en los que se vive la vida, es el único. No es extraño que el tabasqueño se hermane con los pillos que deciden seguirlo y deshermane al familiar que se aparta de su luz. El lenguaje de la expiación lopezobradorista es precioso: "Todo el que está en el PRI, pero se arrepiente de todo lo que hizo mal y decide pasarse a Morena, puede ser perdonado. Al momento que sale del PRI se limpió." Eso sí: quien dude de la causa, arderá en el infierno. Ni la amistad, ni el afecto, no siquiera la familia tiene valor para el sectario. Hasta el hermano que se aparta del camino del amo, deja de ser hermano. El caudillo no discrepa de su hermano, tampoco lo critica: lo desconoce. No pierde el tiempo con la elaboración de la discrepancia porque, a su juicio, quien no está con él en todo y siempre, ha optado por el maligno. Todo desacuerdo es un vicio moral. Quien discrepa del guía es un depravado.

La intolerancia del sectario es monstruosa. No hay afecto para él que no sea sometimiento absoluto.

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