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'El Chapo', de película

GABRIEL GUERRA CASTELLANOS

Nada cambió: ni las circunstancias que permitieron las fugas ni el entorno que ha propiciado que el tráfico de drogas sea tan lucrativo

El personaje es ciertamente digno de que sobre él se escriba, se novele, se filme. El criminal más buscado del mundo tras la captura y muerte de Osama bin Laden, Joaquín Guzmán Loera construyó un emporio y un imperio. Ningún otro narcotraficante ha logrado el poderío económico, la red de influencias y complicidades, la notoriedad, ni la leyenda que lo rodea. Así que, sin duda, "El Chapo" es un personaje de película.

Curiosamente, perversamente, "El Chapo" se ha convertido en uno de los protagonistas indispensables en la narrativa de este sexenio. Con dos capturas y una fuga en su haber, ha sido causante de las mayores alegrías y algunos de los mayores malestares del gobierno de Enrique Peña. Lo emblemático de su persona lo hace un amplificador de todo lo que sucede a su alrededor: el capo mayor, el narcotraficante que se volvió empresario, el romántico que cae por su afición incurable a las mujeres, el criminal que le ha ganado una y otra vez la partida no sólo al gobierno mexicano, sino también al estadounidense que lo ha buscado afanosamente, o al menos eso dice.

Su primera captura en este sexenio (la segunda de su vida) fue un golpe espectacular y un tapón de boca a los que especulaban que sería esta una administración que pactara con los cárteles. Pero su fuga fue un golpe tremendo para su credibilidad y la del ya de por sí desacreditado sistema penitenciario mexicano. Más que cualquiera de los otros escándalos y controversias que han rodeado a este gobierno, ese lo marcó no sólo por la evidente ineptitud, displicencia y/o complicidad de custodios y mandos del penal y del aparato de seguridad, sino porque reflejaba lo que es tristemente tan común en nuestro país en múltiples aspectos: dejar ir el triunfo cantado, arrebatar la derrota de las fauces de la victoria.

La recaptura es una bocanada de oxígeno para el gobierno mexicano, pero no disculpa ni resarce el yerro mayúsculo de su previa fuga. Entiendo que, necesitado de buenas noticias, se le diera enorme vuelo a ésta, pero creo que era más bien momento de reflexión e introspección, de profundizar (o iniciar) una reforma a fondo del sistema penitenciario, y de asumir la parte más triste de todo este episodio: nada ha cambiado ni en las circunstancias que permitieron las fugas ni en el entorno que ha propiciado que el tráfico de drogas sea tan lucrativo negocio. Los excesos del festejo, incluida la cursilería del espontáneo canto del Himno nacional en la Cancillería cuando se dio el anuncio, hablan de una falta de perspectiva más amplia y de visión de largo plazo. En fin.

No tiene nada que ver todo esto con el debate sobre la legalización de la marihuana, sino con el voraz apetito de los ricos (países e individuos) que privilegian su gozo personal y momentáneo y cierran los ojos ante sus consecuencias. El mismo clasemediero estadounidense que se escandaliza por las prácticas laborales que le llevaron sus tenis Nike o su iPhone no parpadea siquiera cuando compra su dosis de droga que costó, literalmente, sangre.

Capítulo aparte merece el texto de Sean Penn, no me atrevo a llamarlo ni reportaje ni entrevista, que publica Rolling Stone. Esa revista, que pagó ya un altísimo costo por un reciente episodio que ilustra las peores deficiencias y ausencia de rigor periodístico en un supuesto caso de abuso sexual en una universidad de EU, ahora le da un espacio a Penn para un documento que es de antología, accediendo a condiciones que harían imposible un trabajo serio, como la revisión y autorización final del entrevistado antes de su publicación, entre otras.

Sean Penn es un gran actor y un activista por causas muy nobles, pero no es un periodista y no es un escritor. Ambas cosas son evidentes en su texto, que termina siendo una apología del criminal al que no toca ni con el pétalo de una pregunta dura. Ahora hay quienes quisieran darle un Pulitzer.

Por favor…

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