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La seducción del fanatismo

JESÚS SILVA-HERZOG

No es, por supuesto, un debate reciente en Francia. La polémica sobre el sitio de la religión en la política es antiquísimo. Ha vuelto a ocupar el centro de la agenda y lo hace de forma sangrienta. Lo que hace un cuarto de siglo reapareció como un debate sobre los signos exteriores de la laicidad y la igualdad republicana, ha adquirido perfiles apocalípticos. Hace poco se discutía sobre la vestimenta y los símbolos religiosos en el espacio público, hoy se habla, con pánico, de una civilización en riesgo.

La estructura política francesa ha encontrado unidad en la emergencia. A pesar de las diferencias, los partidos respaldan al presidente y le ofrecen apoyo a su endurecimiento. Tras el golpe puede anticiparse que se fortalecerá el aparato militar, que será aún más intrusivo el espionaje, que se acercarán los aparatos de inteligencia europea. El propósito es destruir a esa organización criminal que controla un territorio más grande que el de Inglaterra. El miedo acerca a quienes sienten una amenaza común. Ese frente temeroso, sin embargo, servirá solamente para un desplante reactivo. Ofrecerá consuelo de que algo se hace pero no será suficiente para recuperar tranquilidad.

Definir la agresión como un acto de guerra fraguado en Siria ayuda en la simplificación del enemigo. El monstruo está afuera y desde ahí patrocina la agresión. Destruir militarmente ese mando sería, en consecuencia, la respuesta precisa. Bastaría la eliminación de ISIS para recuperar la tranquilidad perdida. Sin embargo, esa organización fanática no es la única fuente de las atrocidades. El enemigo de la convivencia no tiene médula. Es un ente inconexo que, con una mínima organización y un financiamiento modesto, puede lastimar mucho. Por eso esas respuestas dictadas bajo el efecto de la adrenalina pueden ser tranquilizadoras, pero rara vez son perspicaces. El reflejo de la acción inmediata pasa por alto un dato esencial. Los criminales que perpetraron la masacre del 13 de noviembre habrán tenido contacto con el llamado Estado islámico, pero vienen de dentro. Es Francia la que empolló a sus propios agresores. Son hijos de sus vecindarios, alumnos de sus escuelas. Dudo que pueda haber solución a esta crisis que amenaza tan seriamente las libertades si no se es capaz de contener la seducción del fanatismo.

Ian Buruma, el ensayista holandés que ha observado con atención la emergencia del radicalismo islámico en Europa, escribió recientemente una nota sobre Abdelhamid Abaaoud, el terrorista al que se atribuye la coordinación de los ataques recientes en París. ¿Qué llevó a este joven a abrazar las armas y a encaminarse al suicidio con una sonrisa radiante? El terrorista se promovía cotidianamente exhibiendo la alegría que le causaban sus armas y los cadáveres que transportaba. En un video decía con desparpajo: "no es divertido hacer correr la sangre. Pero de vez en cuando es placentero ver la sangre de los infieles."

Hijo de padres marroquís recibió una buena educación en Bruselas, su ciudad natal. Algún delito menor lo llevó a la cárcel y ahí encontró la causa a la que entregaría su muerte. La idea de un califato que a muchos podría parecer una locura, se convirtió en la causa a la que valía entregar todo: no solamente su vida, sino también la de su hermano, de 13 años. Abdelhamid encontró la pasión que anhelaba. Esa entrega criminal, dice Buruma, puede entenderse como la forma más letal del narcisismo. Adorando en sí al mártir que sería recompensado en el cielo, enamorado de su utopía milenarista al punto de perder cualquier rastro de sentido común y el mínimo rasgo de empatía, el ciudadano belga incendió su vida para adorar la muerte. La muerte de los otros no era otra cosa que la glorificación de sí mismo.

No dudo que la lucha contra el fascismo islámico tenga un capítulo militar. No creo que sea, ni remotamente, el principal. Valdría advertir que el Estado islámico, antes de ser una organización política es una máquina ideológica que se dedica a ofrecer comunidad y causa a miles de jóvenes musulmanes. Una comercializadora de trascendencia. No es un Estado, es una fantasía apocalíptica que por alguna razón resulta seductora. El terrorismo puede entenderse como la crueldad en la sociedad del espectáculo. Su negocio es la producción de imágenes que imponen el miedo y secuestran el pensamiento. La sangre y la barbarie son su mecanismo publicitario. El reto no es desaparecer a sus patrocinadores sino terminar con su perversa seducción.

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Escrito en: JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUE

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