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No caer en el otro extremo

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No caer en el otro extremo

No caer en el otro extremo

Antonio Álvarez Mesta

Quizá haya sido un miserable pretexto, pero siempre atribuí mi nula destreza para el dibujo a la intimidante maestra que tuve en segundo de primaria. Tengo muy presente que el primer día de clases ella escribió en el pizarrón una larga lista con las actividades que tendríamos que llevar a cabo esa misma jornada. Ingenuamente supuse que una vez terminados aquellos trabajos podríamos ponernos a dibujar con entera libertad como lo habíamos hecho tantas veces en el primer grado. Recuerdo que, tras terminar lo encargado, me puse a dibujar jubiloso lo que según yo era una nave interplanetaria y, cuando más embelesado estaba con mi creación, recibí de ella un doloroso reglazo al tiempo que me gritaba iracunda que jamás debería hacer nada, “lo que se llama nada”, sin contar con su expresa autorización. Mis compañeros y yo pronto comprobamos que esa profesora no se andaba con cuentos, usaba el pesado metro de madera mucho más para golpearnos que para hacer trazos geométricos, y la más leve falta de nuestra parte provocaba que nos sacara del salón jalándonos sin misericordia de una oreja. Por si fuera poco, esa mentora tenía el tino de un pícher de las ligas mayores, pues no fallaba cuando nos lanzaba a la cabeza el borrador de pizarrón por platicar en clase. Así lograba de inmediato un silencio sepulcral en el aula.

Ciertamente aquellos eran otros tiempos y puede decirse que comportamientos como los de esa mentora constituían más la norma que la excepción. Se tomaba todavía como una verdad indubitable aquello de que “la letra con sangre entra”. El maestro de educación física, un marcial anciano de ascendencia española, por el menor motivo nos daba bastonazos y nos castigaba poniéndonos a hacer lagartijas, sentadillas y, sobre todo, los temibles patitos (andar largos trechos en cuclillas lo que nos dejaba adoloridos durante días). Había profesoras que para castigar a quienes masticaban chicle se lo pegaban en los cabellos. Otras, sellaban la boca de los platicones con cinta adhesiva. Y ay de aquél que se atreviera a quitarse esa cinta sin su permiso. Tengo muy presente que a los estudiantes que no mostraban el debido respeto en el saludo a la bandera los dejaban de pie horas bajo el sol. Algunos se llegaron a desmayar.

En mis inicios como profesor me tocó atestiguar similares medidas disciplinarias. En un elitista y ultraconservador colegio confesional, el decimonónico prefecto también paraba a los muchachos bajo los rayos solares pero -muy católico- les hacía mantener los brazos en cruz cargando libros. En otra institución, el director, que era sacerdote, castigó a varias alumnas que se habían puesto de acuerdo para ir de pantalones cortos a clases (en esa época no se usaba uniforme en esa secundaria) poniéndolas a trotar hasta el agotamiento. El padre les espetó: “Chiquillas atolondradas, ya que vienen rabonas como para correr, entonces tendrán que correr”. Por supuesto, las castigadas quedaron exhaustas y requemadas y nunca volvieron a presentarse con ese atuendo. Años después, otro director, también sacerdote, tuvo la ocurrencia de juntar a los alumnos enemistados diciéndoles: “Ya que se quieren golpear podrán hacerlo pero lo harán con guantes de box y con mucho gusto yo voy a ser su réferi”. Claro está, que aunque pelearan con guantes, los muchachos se lastimaban y, tras algunas narices rotas y varios ojos morados, la máxima autoridad del colegio tuvo que intervenir para prohibir tales peleas.

Es bueno que las prácticas lesivas hayan sido desterradas de escuelas y colegios. Maltratos, humillaciones y abusos deben quedar definitivamente proscritos de las instituciones educativas. Sin embargo, debemos evitar caer en el otro extremo. El consentimiento indiscriminado y la blandura excesiva deforman a los individuos e indudablemente socavan los fundamentos de la sociedad. El pintor Francisco de Goya alguna vez declaró que “Los sueños de la razón engendran monstruos”. Parafraseándolo, podríamos decir que los sueños de la molicie engendran prepotentes y parasitarios 'mirreyes'.

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