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Ataduras

GILBERTO SERNA

Las sombras invadían la estancia en absoluta obscuridad, como en un principio hubo de estar el universo; la percepción de nuestra pequeñez se hizo manifiesta al ser reducidos a seres fuliginosos fundidos en las tinieblas: el silencio era solemnemente angustioso; un pensamiento lúgubre se apoderó de nuestras mentes: en ese lugar, a varios metros debajo de la tierra, era como si estuviéramos muertos, vueltos a la nada, olvidados del mundo: era además un sentimiento que todos hemos experimentado en alguna ocasión: constituíamos uno solo y todos a la vez, no sé por qué esperábamos fascinados un prodigio, algo sobrenatural asechaba en aquel lugar; enigmáticos endriagos que moran en los resquicios de la colosal bóveda se habían acercado aprovechando el lóbrego momento para saciar su curiosidad de observar a los extraños seres que habitamos en la superficie.

Los aficionados a la espeleología no dejarán de reconocer la verdad que encierra el relato de nuestra aventura. Calzados con recias botas, llevando a las espaldas un bolso con vituallas, al cinto una cantimplora y en las manos una linterna portátil, después de una fatigosa bajada penetrando por una angosta oquedad. Si algún observador lejano nos estuviera siguiendo, habría visto como la montaña nos engullía uno a uno, hasta desaparecer en sus entrañas.
Ahí dentro, estalactitas y estalagmitas daban testimonio de lo que con paciencia y tiempo puede hacer la humedad, Figuras caprichosas surgían a nuestro paso que los más fantasiosos de nosotros bautizaron como el rebaño de elefantes.

Tres nos detuvimos extasiados ante la belleza arrebatadora de uno de los salones cavernícolas, nuestros bulliciosos compañeros siguieron su camino y luego de verlos en un farallón frontal, tan lejos y tan cerca al separarnos un abismo, distinguiendo tan sólo las lámparas de tungsteno, usadas por avezados mineros, que parecían danzar como luciérnagas una tras de otra, pronto se perdieron a avanzar a otra recámara por un estrecho pasadizo. Quedamos a solas con nuestras conciencias y decidimos apagar las mortecinas luces para solazarnos, recostados sobre una saliente rocosa, de esa quietud en que había quedado el lugar, por sabido se calla que éramos los de más edad en el grupo ya que para contemplar y meditar se requiere madurez.

Poco a poco, lentamente, como agua que se filtra a través de las rocas llevándose su substancia, nuestro voluntario aislamiento hizo surgir miríadas de luces interiores que sólo se encienden cuando el espíritu se relaja y tiende a buscar su perfección. Contemplamos vívidamente como, casi por ensalmo, una a una se iban alejando, en la fábula de un deseo superior a nuestras fuerzas, las cadenas que la vida cotidiana en la ciudad nos impone: la lujuria en forma de purulenta raposa, sonreía sarcásticamente con el hocico torcido, mientras la codicia semejaba un asqueroso roedor de cuyos colmillos brotaba una hedionda espuma.

Purificados, abandonamos el interior de la montaña; allá adentro habíamos vuelto a ser buenos, amables y tiernos casi como el alma de un niño. Sin embargo, en el vano de la reducida salida, esculpida en la roca, nuestras ataduras de toda la vida esperaban tranquilamente, seguras de sí mismas.

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