A los 40 años de su edad John Dee abandonó el estudio de los astros. Era el mayor astrónomo de Europa. Conocía el curso de las constelaciones; predecía los eclipses con exactitud. Cada año el rey le pedía que le hiciera su carta astrológica, y conforme a ella gobernaba sus dominios.
Sucedió que un día aquel gran sabio conoció a una muchacha del pueblo. Se enamoró de ella y la desposó. Desde entonces ya no tocó su telescopio, que quedó arrumbado en un rincón, lleno de polvo.
Decía John Dee:
-Ya no necesito ver la bóveda celeste. La frente de ella es mi cielo. Sus ojos las estrellas. En sus cejas está el arco de la luna. Su cuerpo es un ardiente sol. En ella residen todos los zodíacos. Su palabra y su risa son la música de las esferas. Cuando está triste por mi culpa la luz se eclipsa en mí.
Así hablaba John Dee. Y añadía luego: -En el amor cabe toda la vastedad del Universo. En la mujer amada están todas las astronomías.
¡Hasta mañana!...