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Diputados reprobados

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

El parlamento o congreso es la institución más importante del Estado-nación en las democracias liberales. En la teoría, a través de él se materializa y ejerce la voluntad y la soberanía del pueblo. Son los integrantes de dicha institución, conocidos en México como diputados, quienes de acuerdo a la Constitución representan a la Nación y, por ende, a sus ciudadanos. Entre sus facultades destacan las de legislar, fiscalizar, ratificar cargos ejecutivos y aprobar el presupuesto de egresos de la Federación, lo cual no es poco. Pese a la trascendencia de su labor, la gran mayoría de los mexicanos no tiene una opinión favorable de la Cámara de Diputados. De acuerdo con el Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México, presentado por el Instituto Nacional Electoral el año pasado, menos del 20 por ciento de los ciudadanos confía en sus diputados, lo cual ubica a éstos en el fondo de la lista de servidores públicos e instituciones, por debajo de policías, sindicatos y partidos políticos. Dicho en pocas palabras, los mexicanos desconfían de la principal institución que los representa.

No es necesario un estudio demasiado profundo para conocer cuáles son las causas del desprestigio de la Cámara baja del Congreso de la Unión. Hay quienes sencillamente no saben cuáles son las funciones y la importancia de esta institución y de sus integrantes, y, en consecuencia, ¿cómo confiar en lo que no se conoce? Hay quienes no se sienten representados por los diputados, incluso quienes llegan a considerar inútil su existencia. Para otros, su desempeño deja mucho a desear en contraste con las excelentes percepciones económicas que tienen. En cualquiera de los casos, lo que se observa es un divorcio total de estos servidores públicos con la ciudadanía que dicen representar. Desconocimiento, lejanía, pobre desempeño y un alto costo económico, así podrían quedar resumidas las causas de la desconfianza.

El fin de semana que recién pasó, El Siglo de Torreón publicó una nota de la periodista Elia Baltazar sobre los resultados de la evaluación que la Universidad de Harvard hizo de la Legislatura LXII que mañana llega a su fin. Dicha evaluación se basa en indicadores básicos como asistencia, participación en tribuna, presentación de iniciativas y puntos de acuerdo, así como cuántos de ellos fueron aprobados. Los datos ahí exhibidos respecto al desempeño de los diputados federales de Coahuila y Durango explican en buena medida la mala percepción que tienen los ciudadanos de sus supuestos representantes populares. Salvo excepciones, el trabajo de la mayoría de los legisladores coahuilenses y duranguenses dejó mucho a desear. En Coahuila, sólo dos de los 13 legisladores evaluados lograron colocarse dentro de los primeros 30 lugares. En Durango, el mejor colocado alcanzó la posición 154. Así de mal estuvieron.

Más allá de esta evaluación, existe un punto que suele abordarse con poca profundidad: ¿a quién o quiénes sirven en verdad los diputados? Porque si bien son pocos los que dominan el debate legislativo en la tribuna, todos o la gran mayoría votan las iniciativas que ahí se presentan. ¿A nombre de quién votan? ¿Cómo deciden el sentido de su voto? ¿Cuál es el razonamiento que hay detrás de su comportamiento en el pleno y en las comisiones? ¿Cuántos diputados piden la opinión de sus representados respecto a las iniciativas que se van a votar? ¿Cuántos diputados informan a los habitantes de sus distritos o circunscripciones de las decisiones que toman y por qué? Que sólo el 18 por ciento de los ciudadanos confíe en los diputados nos habla de que muy pocos llevan a cabo un auténtico ejercicio de representación popular. Los demás, el grueso de los legisladores, representan a sus partidos, a sus patrones empresariales, a sus gremios o a sus propios intereses. ¿Puede considerarse esto una democracia real?

Pero representen o no a los ciudadanos, trabajen o no, los diputados cuestan. Los legisladores son mexicanos privilegiados. Este año, cada uno de los integrantes de la Legislatura LXII percibió 2.34 millones de pesos. Es decir, 292,500 pesos al mes, considerando sólo el período de enero a agosto que corresponde a la legislatura saliente. Así, un diputado en este país gana 9,750 pesos cada día, lo cual equivale a poco más del sueldo promedio mensual de un profesionista. Además, el diputado cuenta con prestaciones que el grueso de la población no tiene: seguro de vida, seguro médico privado, apoyo para adquisición de autos, gratificación de fin de año, ayuda para despensa, etc. Esto es trabaje o no, represente al pueblo o no.

Luego de revisar estos datos, lo más fácil es pensar que lo mejor sería desaparecer la Cámara de Diputados. Pero esto es un sinsentido y un despropósito. Un sistema republicano que aspire a ser democrático no puede funcionar sin un parlamento. El problema es la falta de control que existe sobre esta institución en México, el cinismo con el cual suelen conducirse quienes llegan a una curul y la escasa o nula representatividad popular que ejercen. Más que su desaparición, lo que requiere el parlamento mexicano es una renovación de fondo orientada a fortalecer su vínculo y cercanía con la sociedad, y a crear los controles necesarios para sancionar de alguna manera a quienes no están haciendo su trabajo. Y aunque parezca un asunto de forma, el oneroso salario que detentan los diputados se convierte también en una barrera entre ellos y los ciudadanos de a pie. Mañana arranca la Legislatura LXIII, la primera en la que los diputados podrán reelegirse, ¿estará en la agenda una reforma de corte democrático al Congreso de la Unión?

Twitter: @Artgonzaga

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