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En el limbo

Pablo Marentes

La prescripción es una derrota inercial de un derecho o una obligación. La declaratoria de prescripción suele beneficiar a quien sigilosamente se apoderó de un bien. También favorece a quien rechaza cumplir obligaciones o rehúye aclarar durante un procedimiento legal probatorio si es responsable o no de haber incurrido en conductas antijurídicas, culpables y punibles. La prescripción lastima a todos. A la sociedad porque la razón, la inteligencia y la memoria de sus miembros son obturadas. A la parte que actúa porque su adversario queda lejos de la acusación. A la parte acusada porque le impide probar su inocencia. A los tribunales porque les impide desatar un proceso.

Ni el delito, ni la fecha conducentes a someter a proceso a quienes pudieran haberlo perpetrado, garantizaban la apertura de la causa relacionada con el diez de junio de 1971. Ambas cuestiones fueron analizadas por especialistas quienes indicaron su improcedencia. El fiscal debió elegir otra secuencia jurídica.

La acusación en contra de los señores ex presidente Luis Echeverría, ex secretario de Gobernación Mario Moya Palencia, ex procurador Julio Sánchez Vargas, generales Luis Gutiérrez Oropeza y Manuel Díaz Escobar -y de nueve servidores públicos civiles y militares que en 1971 eran eslabones de una complicada cadena de mandos políticos, policíacos y militares-, tendría que haberse sustentado en el encuadramiento de las conductas realizadas por ellos dentro de un tipo delictivo, digamos: ordinario, recurrente. La imputación de genocidio es un exceso. El enfrentamiento, la represión y los homicidios del diez de junio de 1971 no encuadran en el genocidio. Los indiciados habrían ordenado que se impidiera una demostración ciudadana para la cual los organizadores no habían obtenido permiso. Si se rebasó el límite de la aplicación de normas de policía y buen gobierno, y se les acusa de ello, la Ley habría abierto el cauce procesal para que demostraran lo contrario o para que el juez evidenciara los excesos en que hubiesen incurrido y las agravantes. Pero la incongruencia de intentar hacer de un exceso represivo un sinónimo de genocidio, desembocó en el rechazo del juez federal César Flores a obsequiar las órdenes de aprehensión solicitadas por el fiscal Ignacio Carrillo Prieto.

La palabra genocidio parecía emplearla el fiscal Carrillo Prieto con propósitos efectistas en la redacción de un manifiesto político y no para sujetar a proceso a cualquier servidor público que hubiera mal empleado sus facultades represivas.

El ex presidente Echeverría, desde que concluyó su mandato, ha sido acusado, velada o abiertamente de manera constante. A lo largo de los dos últimos años viene acatando los citatorios y aceptando los requerimientos del fiscal Carrillo Prieto. También ha manifestado que se sometería a la ley. La labor indagatoria previa debió orientarla el Fiscal a integrar expedientes que le permitieran al juez sujetar a proceso sucesivamente a cada uno de los indiciados. Al enviar a los juzgados penales federales nueve cajas con los expedientes de las 12 personas cuya aprehensión solicitó para sujetarlas a proceso, Carrillo Prieto ató de manos al juzgador federal porque las conductas investigadas no encuadran en el delito y porque éste prescribió en 2001.

Era indispensable que el fiscal hiciera a un lado su moral particular y actuara de conformidad con el criterio moral unívoco que dicta la recta, decidida, e irrestricta aplicación de la Ley vigente en contra de quienes se supone la han violado. Las averiguaciones previas integradas permanecerán en el limbo procesal durante muchos meses más. El fiscal no podrá lamentar que el juez Flores no leyera entre el jueves 22 y el viernes 23, los cientos de fojas de los 12 expedientes.

El fiscal informó que el delito de genocidio está previsto en el artículo 149 -omitió mencionar el adjetivo bis-, del Código Penal Federal y que en el caso del diez de junio de 1971 se configuró con base en las conductas desplegadas “para acabar con la vida de los integrantes de un grupo nacional de disidentes políticos pertenecientes en su mayoría a establecimientos de educación superior de la República, destruyéndolo parcialmente mediante el uso de la fuerza física”.

En rigor el artículo citado señala “el propósito de destruir total o parcialmente a uno o más grupos nacionales de carácter étnico, racial o religioso. (mediante) la esterilización masiva con el fin de impedir la reproducción del grupo.”

Si en 1971 el Ejecutivo federal hubiese querido exterminar en esa forma a los disidentes políticos que acudían a estudiar, enseñar y trabajar en universidades e institutos de enseñanza superior de México, seguramente no habría sido necesario que un fiscal lo señalase. La defensa de esas instituciones como partes del orden jurídico de la nación la asumieron en 1968 y la han continuado los maestros, los investigadores y los estudiantes que luchan por el cambio político.

La represión y los homicidios perpetrados el 10 de junio de 1971 los sufrió un grupo de manifestantes que ejercían las libertades individuales que protegen los artículos sexto y noveno de la Constitución.

Salvaguardar la eficacia de las leyes y de los tribunales que las aplican es deber de los fiscales y jueces. Carrillo Prieto obstaculizó el camino de la justicia. Frente a la ligereza personal, se abre siempre el ancho camino de la indagación histórica con sus ineludibles conclusiones.

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