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La hora del café

NICOLáS ALVARADO

Nadie como una madre para soltarle a uno las verdades más terribles. Así la mía, apostada una buena mañana en la cocina de mi casa mientras me afanaba yo ante la estufa con la Bialetti, cuando de pronto espetó "¿Sabes por qué te ha dado ahora tanto por el café? Porque ya no aguantas los martinis."

Tiene -¡ay!- razón, y por varias razones. Cierto: beber una copa de ginebra helada sola -eso es, aceitunas más, gotas de Vermut menos, un martini- es cosa que ya no procesan bien a sus casi 40 años mi hígado mi estómago o mi cabeza. Pero también es verdad que, por talante más emocional que físico, cada vez me interesan menos las pláticas regadas con alcohol, más las que perfuman los efluvios del café. Cada vez quiero más conversación y menos cháchara. Y tengo más ganas de compartir y menos de reventar (¿así se dirá todavía?). Y anhelo más la placidez y menos los estados alterados de conciencia.

En un fragmento de su Tratado de los estimulantes modernos, Balzac hace una descripción más bien desmesurada de los efectos vivificantes del café sobre su pluma y su persona, los imagina bélicos, redundantes en una velada que "comienza y termina en torrentes de agua negra, como la batalla en negra pólvora".

Cuánto lamento no tener su pluma, pero cómo celebro que mi cabeza no viva el fragor de sus batallas. Ni en aquellos tiempos de estudiante en que uno copeteaba de Café Internacional el depósito de una Osterizer, sin otro fin que resistir una noche de repaso la víspera de un examen, pudo el café funcionarme como excitante. (Me quedaba yo dormidote sobre los libros.) Cierto es que el primero del día, aunado al regaderazo que lo precede y al cigarro que lo acompaña, me ayuda un poco -sólo un poco- a una mejor reinserción en la vigilia; mayor importancia, sin embargo, acuerdo a los que, sereno, a media mañana o a media tarde, o después de una comida o de una cena, comparto con mi mujer, con mi suegra, con un amigo. Ese café es el que induce la buena plática o la buena reflexión, el que redunda en que la conversación se desgrane en objetos, en emociones, en ideas.

Es ese un ritual que he ido construyendo con algunos pocos cómplices pero que, a decir verdad, aprendí una mañana de domingo en Coatepec, Veracruz. Atraídos por el olor insistente y pertinaz del más hermoso de los locales de la plaza principal, mi mujer y yo entramos a El Café de Avelino y fuimos acogidos por su dueño, de apellido Hernández, catador de excepción quien tuvo la paciencia necesaria para explicarnos qué se hace y qué se bebe ahí. He regresado ya tres veces y no sólo en cada ocasión el café ha sido perfecto y la compañía entrañable sino que en cada oportunidad he aprendido más sobre mi bebida dilecta: cómo se siembra y se cosecha, cómo se tuesta y se muele, cómo se prepara, cómo se bebe.

Cada que tengo un tiempo en casa para preparar un café y compartirlo con alguien querido intento en vano reproducir esos momentos; me acerco, pero no lo logro. Acaso pueda aproximarme más a ello ahora que tengo en mis manos Frutos encendidos, libro de un Avelino que también es poeta, versión portátil de esas tardes pasadas hablando de paisajes, de faenas y de mujer (todas para él son una sola, perfumada) en su café. (Quien quiera hacerse de un ejemplar puede procurárselo a través de el Facebook de El Café de Avelino.) Ya puede quedarse Proust con su tacita de té; a mí que me traigan un espresso doble, ni por error cortado. Coatepecano, huelga decir.

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