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Consecuencias del monopolio/Diálogo

Yamil Darwich

Uno de los principios generales de la economía, afirma que los monopolios van en contra de la calidad de los servicios que se ofrecen al consumidor. Ése es uno de los argumentos con que explicaban las deficiencias de los artículos mexicanos, durante la existencia del proteccionismo, que vivíamos hasta antes de la globalización.

Esos monopolios justificaban no sólo la poca calidad, sino el encarecimiento de las cosas; así, se decía que la telefonía tradicional era deficiente por ser una empresa paraestatal que no tenía competencia y por lo tanto no tenía que cuidar los aspectos finos del servicio, incluida la atención que se le daba al usuario. Casos aparte son las paraestatales mexicanas que son catalogadas como ineficientes e ineficaces.

De entre todos, un caso muy especial es el de la televisión comercial, que a excepción de algunas pocas concesiones regionales, principalmente del Distrito Federal y otras menores de la provincia, dos grandes corporativos son responsables de casi la totalidad del mensaje cultural y de diversión que se entrega al auditorio mexicano. No son monopolios en sí, pero sus dimensiones y políticas les colocan en posiciones muy ventajosas que prácticamente les eliminan la competencia.

Las dos grandes empresas nacionales de comunicación tienen una amplia cobertura nacional, que fortalecen con cadenas de difusoras en sociedad o concesionadas de la radio comercial y con publicaciones escritas varias, de tal suerte que por sí mismas son capaces de generar opinión política y cultural entre todos los mexicanos; administran gran poder.

Les basta repetir una y otra vez su mensaje, por todos sus medios, para que el mismo se transforme en aparente verdad, cuando muchas de las veces está deficientemente fundamentada. Esta postura ya la había definido Goëbbels, comunicador de Adolfo Hitler, que insistía que: “Una mentira, de tanto repetirla se llega a confundir con verdad”; como el ejemplo de la música popular, que con sólo un simple estribillo musical repetido y mal interpretado, una pobre o deficiente composición literaria, que muchas de las veces arremete contra la lengua castellana, a fuerza de repetirlo en sus distintas emisoras logran transformarlo en una gustada canción de moda, con ventas multimillonarias.

Lo mismo sucede con las telenovelas, historias en serie que con pésimos argumentos, casi siempre repetidos, llenan horas y horas de televisión, incluyendo los muy numerosos espacios para anuncios, que se comercializan a costos muy elevados. Si una de esas cadenas trata el tema de la juventud descarriada, la contraparte inmediatamente pone al aire su versión; igual sucede con cualquier otro tema, sea del México antiguo o de la desvirtuación de la vida social cotidiana.

También con los deportes, compitiendo por cautivar al auditorio con programas que tratan sobre los hechos, circunstancias y chismes de los deportistas, sus equipos, árbitros y hasta directivos. Muchas de las veces las secciones que los conforman son iguales, unas copias de otras, incluidas las voces estridentes de merolicos (no de locutores, por el respeto que me merece la profesión) y la orientación que tratan de darle a las producciones.

Caso muy especial, que requiere atención por separado, es la de los “reality shows”, programas de pésima calidad y mal gusto, como el llamado “Big Brother” o “La Academia”, que dedican su esfuerzo a alimentar el morbo del televidente, ofreciéndole detalles de intimidad y actuaciones de personajes de poca monta, que con expresiones variadas tratan de confundir al público, entreteniéndole a muy bajo costo económico.

La situación va más allá, hasta el punto de generar productos de explotación, como cantantes de pobre voz, actores de escasa calidad y cómicos de poca gracia, que a base de presentárnoslos una y otra vez, terminamos por considerarlos agradables, para que más tarde nos inunden con imágenes de ellos mismos en programas de televisión o discos de poca calidad, arrancándonos otra cantidad de dinero que va a caer a los mismos bolsillos.

Una de las curiosidades del ser humano, que puede llegar a la compulsión, es la del voyeurismo: gusto anómalo por espiar desde la clandestinidad; esa es el área de oportunidad que explotan los citados programas, dejando la posibilidad de alimentar nuestra curiosidad malsana a través de la pantalla de televisión, observando a personajes con muy pobre construcción humana degradarse exhibiendo sus debilidades ante las cámaras, renunciando a su privacidad e individualismo, aceptando ser captados por las lentes, día y noche, cosa que aprovechan para tratar de mostrarse como mercancías ofreciéndonos distintas escenas y representaciones fingidas a cambio de lo que consideran fama.

Así pueden cantar, saltar, pelear, hacer confesiones a todas luces deshonestas, hasta tener flirteos y actividad sexual profunda, si con ello logran la atención popular y que su nombre sea pronunciado; en ello estriba la primer grave ofensa: promueven antivalores y actitudes “de mirones” entre los televidentes.

Para mal, el numeroso auditorio que logran conquistar pertenece, en su mayoría, a dos grupos de televidentes: El de los menores, que por su propia curiosidad de conocer caen fácilmente en la tentación de pasar hora tras hora en la televisión, observándoles hacer nada de provecho o constructivo y sin aprender nada; el otro, el de las clases socioeconómicas más desprotegidas, con menores índices de educación escolar, que no cuentan con otras alternativas de televisión por los precios prohibitivos.

Por si fuera poco, los cortes, resúmenes, comentarios de temas y acontecimientos específicos, dejan poca oportunidad de evasión para los televidentes. Prácticamente todos los programas de chismes, de diversión pura y hasta noticiosos, tienen un buen espacio dedicado a comentar y repetir tales espectáculos. Por una parte logran consolidar el cautiverio de las mentes; por la otra, se ahorran millones de pesos que, de otra forma, tendrían que invertirlos en costear producciones de programas que llenaran esos tiempos.

Así han ido transformando el gusto de las nuevas generaciones por la música, la moda y hasta el lenguaje, dañando a la cultura mexicana (nuestro caso) a cambio de ganancias cuantiosas: El dinero como fin último de las acciones.

Es una carrera desenfrenada por controlar audiencias a las que pueden venderles cosas; el colmo: en los espacios destinados a anuncios, darles una “exprimida extra” invitándoles a hacer llamadas telefónicas a precios exorbitantes para participar en rifas y encuestas banales.

Poco podemos hacer ante los huecos de oportunidad que existen en las leyes de comunicación, esos que los mercaderes aprovechan, dejando de lado la concordancia que debe existir entre la verdad moral y la verdad jurídica; lo más triste: la incapacidad de las autoridades para actuar, ante el propio temor de provocar al “monstruo”. Ni duda cabe, son consecuencias de los “negocios” bien establecidos. Déjeme preguntarle: ¿En su casa ven esos programas? [email protected].

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