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La mística de Arvo Pärt

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La mística de Arvo Pärt

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Alfonso Nava

Las búsquedas de Arvo Pärt son un viaje hacia el origen, la armonía original, la voz de Dios en la primera orden del libro del Génesis: “Hágase la luz”. Por algo, el músico estonio es considerado un auténtico genio de nuestro tiempo.

Compararía mi música a una luz blanca que contiene todos los colores. Sólo un prisma puede dividir los colores para hacerlos aparecer; este prisma podría ser el espíritu del escucha.

Arvo Pärt

Para los músicos, la armonía está definida casi como una sintaxis: un minucioso acomodo de notas, acordes que pueden ser dispuestos en diversas combinaciones atenidas a reglas tonales. Elevada a la categoría de ciencia, la ejecución armónica es casi como crear silogismos: una lógica del mundo. Asociamos el concepto a una búsqueda mística más que a una idea estrictamente musical: pensamos en la simetría de la Naturaleza o del cosmos, a procedimientos que funcionan en un ordenamiento dado por una fuerza mayor.

La búsqueda de Arvo Pärt (Estonia, 1935), quien hace apenas unos días se presentó en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, tiene como eje el descubrimiento de la armonía despojada de artificio, la idea de acorde más natural posible, quizá la configuración de lo que fueron las notas primigenias que interdigitaron en la sinfonía de la creación del Universo. Su indagación ha presentado por igual esa vocación de ciencia, de arte y de inspiración mística.

TODOS LOS CAMINOS

A los 10 años de edad Pärt ya componía; a los 18 formaba parte del Conservatorio de Tallin. Uno de sus maestros, Heino >Eller, llegó a afirmar que “parecía que con sólo sacudir sus mangas aparecerían notas”.

Como parte de un Estado soviético, con las restricciones que eso suponía, no estuvo cerca de las vanguardias de la época durante su formación inicial. En cambio, su primer contacto fue con los cánones clásicos y ya en el conservatorio con los tres grandes maestros de inicios del siglo XX: Dmitri Shostakovich, Serguéi Prokófiev y Béla Bartók.

Esta época de formación constituye el primero de los tres periodos con que la crítica divide el desarrollo creativo de Arvo Pärt.

El segundo se enmarca en lo que su biógrafo Paul Hillier llama “búsqueda contemplativa”, considerado también una etapa de transición.

Entre la reflexión y la censura, para el compositor se abre una temporada de silencio. Su interés por el dodecafonismo de Schönberg sirve a los censores como motivo y lo acusan de “perversión artística” y de Magnitizdat (término que define el tráfico ilegal, en territorios soviéticos, de material sonoro occidental). Con ese panorama de fondo, Pärt sale de Estonia a finales de los setenta, finca su residencia en Viena y luego en Berlín. Allí estudia los cánones de la música occidental, la de tipo coral (en particular el canto gregoriano) y la ‘polifonía’ renacentista.

La amalgama de las citadas tradiciones mayores (los cánones clásicos, los maestros de principios de siglo, la Escuela de Viena) y sus nuevos estudios, así como un fuerte interés por el mundo espiritual (nacido de sus restricciones y exilios), terminarán por formar la base para el tercer periodo creativo de Pärt: su sonido definitivo y su gran contribución a la música.

Resulta paradójico notar que, a pesar de ser demasiados los elementos integrados en su bagaje, la respuesta a la que llega es nada menos que el minimalismo, expresado no sólo en términos de ejecución (el menor número de instrumentos posibles) sino filosóficamente: concebir a la armonía en su forma más pura, sencilla y desnuda. Llegar a la semilla.

EUCARISTÍA SINFÓNICA

Los hebraístas han hecho notar la sonoridad inherente que fondea evangelios canónicos del Antiguo Testamento, particularmente los libros salmódicos como El Cantar de los Cantares de Salomón o los Salmos del rey David. Al igual que en otras tradiciones, el judeocristianismo se comunica con Dios a través del canto.

En su estudio de la música renacentista, Arvo Pärt halló esa noción de equilibrio en la expresión religiosa y en la artística: la salmodia se convirtió, entre no pocos escritores del Renacimiento, en un modelo para versificar. Rezos canónicos como el Angelus, Regina Coeli o el Te Deum provienen de la época y son formas acabadas de esa búsqueda de cadencia en la palabra. El canto gregoriano, que generalmente sólo usa un instrumento, la voz, daba fe de una forma de unir la música con la carne: una eucaristía. En sus piezas mayores Pärt no copia al carbón tales esquemas musicales, sólo los asimila y los integra en un nuevo ordenamiento armónico, melódico y filosófico. El procedimiento es otro: encontrar esa misma eucaristía desde un lenguaje restrictivamente sonoro. Allí el análisis deriva hacia cómo sería la cadencia primigenia. Pensamos en la música como una invención expresiva del hombre, pero ¿cómo sería una música anterior al hombre?, ¿en qué rangos, coloraturas y sintaxis particulares se acomodarían las inaugurales notas de la Creación?

Kepler hablaba de una armonía generada por el perfecto engranaje del movimiento interplanetario. Quizá ese razonamiento es el que más se aproxima a lo que expresa la obra más conocida de Arvo Pärt, la de su tercer momento, que enmarca su papel como pionero de lo que en adelante se llamaría ‘minimalismo sacro’. Nada más preciso para insinuar la idea de búsqueda originaria que el título de su primera magna obra en dicho periodo: Tabula Rasa (1977), alocución latina que se puede traducir como “tablilla en blanco”.

En la misma etapa, Pärt ejecuta obras cuyos títulos son de marcado acento místico: Salve Regina, Te Deum, De Profundis, entre otras.

BADAJOS DE CUERDAS

Pärt ha identificado este periodo con el uso de un modelo de composición al que identifica como Tintinnabuli, palabra que deriva de la voz latina que alude a las campanas y a su vez define un juego de dos voces que se yuxtaponen: una primaria, paulatina y melódica, y una secundaria que quiere hacer efecto de campana o ‘tintinabular’. Bajo su método, Pärt incluyó juegos de instrumentos cuyas notas danzaran en la partitura bajo dicha dinámica.

Generalmente sus piezas no presentan más de dos secciones instrumentales. Tabula Rasa, que para muchos es la obra mayor de Pärt, está hecha sólo para cuerdas. Spiegel im Spiegel es para piano y violín. Entre sus obras corales hay varias que no incluyen mayor acompañamiento.

Por tal motivo, se le ha insertado en la categoría de ‘minimalismo sacro’ que, como se dijo antes, alude no sólo a la economía de la instrumentación sino a la construcción de armonías elementales y a la reflexión filosófica de identificar los acordes más puros y despojados de ornamentos.

La campana, símbolo de las búsquedas de Pärt e indudable pieza de la arquitectura religiosa, es quizá el instrumento que expresa con mayor nitidez la idea de la música no artificial. Una caricia del viento sobre cualquier superficie sonora puede ser el comienzo de una sinfonía: esa es postal que define la sonoridad de la campana; y es la postal que define, también, la exploración mística de Arvo Pärt.

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