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La miseria feliz

JUAN VILLORO

"¿Estás de malas o sólo eres francés?". Esta pregunta tiene peculiar sentido. Como todos los años, la agencia Gallup valoró los índices de optimismo y pesimismo en el planeta. Noblesse oblige, los más tristes de la Tierra fueron los franceses, seguidos por los islandeses, los rumanos, los serbios y los británicos.

Una vez más, la alegría estuvo del lado de los países pobres. La nación más feliz del orbe es Nigeria. El segundo lugar se lo llevó Vietnam. El tercer puesto fue un empate que anuncia un partido épico para el próximo Mundial: Brasil y Ghana. El cuarto lugar le correspondió al gigante del capitalismo autoritario (China) y el sorprendente quinto sitio a Kosovo (uno pensaría que si los serbios sucumben a la depresión, otro tanto debería pasarle a los kosovares, pero está visto que la historia impacta de distinto modo a quienes pasan por cataclismos similares).

Que los franceses dominen la tristeza invita a reflexionar, no sólo sobre el humor de esa región, sino sobre la noción misma de "felicidad".

París es, quizá, la capital más bella del mundo, pero sus habitantes la recorren como si no lo supieran. ¿Ignoran la supremacía de esos puentes y la cuidada geometría de los edificios? Por supuesto que no. Simplemente desprecian la dicha fácil. Uno de los grandes misterios de la cultura es que le otorga valor a la inconformidad y al pesimismo. Repasemos algunos de los títulos más populares de la literatura francesa del siglo XX: La náusea, La peste, Buenos días, tristeza, El inmoralista, Viaje al fondo de la noche, Pompas fúnebres. Sin llegar a la contundencia de Víctor Hugo, que resumió su época con un lema sin consuelo (Los miserables), los novelistas franceses del siglo pasado demostraron que lo interesante suele ser canijo. En manos de un francés, hasta los títulos neutros parecen tremendos: cuando Malraux escribe La condición humana, Camus El extranjero o Houellebecq La posibilidad de una isla, sospechamos que no hay alivio en ser humano, forastero o isleño.

La "nueva ola" del cine francés perfeccionó los personajes maravillosamente tristes. Mientras Alain Delon fumaba un cigarro oscuro, sus ojos melancólicos anunciaban que en la última toma sería acribillado con injusta elegancia.

El cine francés le debe mucho a los suéteres de cuello de tortuga, la iluminación en penumbra y los coches Citro en que permitían tomas a la altura de las rodillas de los peatones. Pero sobre todo, le debe su fortuna a la demostración de que las reacciones emocionales son arbitrarias y casi nunca agradables. El cine francés refinó al máximo la belleza neurótica: para tener chiste, las guapas también deben tener problemas.

Desde Las relaciones peligrosas, de Chardelos de Laclos, sabemos que, cuando el amor se enreda, requiere de denominaciones francesas como femme fatale, ménage à trois o voyeur.

Las teorías de Lacan, Foucault, Derrida, Barthes y Bataille hicieron lo suyo para demostrar que el placer tiene causas raras. Los antecedentes del asunto son remotos. Denis de Rougemont encontró el impulso rector de la poesía amorosa en los textos cátaros del siglo XII, que tratan de la pasión no correspondida. El hombre satisfecho no versifica; el impulso creador viene del rechazo o de las tribulaciones que trae la aceptación.

Total que Francia ha dedicado buena parte de su cultura a hacer interesante la tristeza. "Llueve en la ciudad como llueve en mi corazón", escribe Verlaine.

No es raro que los franceses se depriman en forma tan satisfactoria. En su contexto, la dicha en estado puro parece un remedio de farmacia, un jarabe demasiado simple.

Resulta imposible evaluar la dicha al margen de cada sociedad. Las ilusiones son tan cambiantes como los países. Quienes saben que las cosas podrían estar mejor no se declaran satisfechos. En este sentido, el descontento es un atributo de la conciencia crítica. "Sólo un cretino es feliz de tiempo completo", comenta Umberto Eco.

¿Significa esto que los países que se juzgan dichosos estén desinformados, o sean ingenuos o incluso irresponsables? No necesariamente. Cada caso merece análisis especial. ¿El clima y el paisaje volcánico juegan un papel en el pesimismo islandés? ¿La tiránica sociedad china hace que sus habitantes se declaren felices por decreto?

No siempre es fácil traducir encuestas al idioma en que dicen algo. A mi modo de ver, los sondeos nacionales no expresan una valoración real de la esperanza o la decepción; expresan la peculiar forma en que la gente se adapta a su país. Como explica Martín Caparrós en Contra el cambio, en Nigeria la alegría no es el resultado de una vida satisfecha sino la promesa de que la vida es posible. De manera equivalente, en Francia, cierta dosis de nihilismo no es un síntoma de suicidio sino el sofisticado requisito para la aceptación. En el fondo, ser alegre en Nigeria se parece bastante a ser triste en Francia. En ambos casos la adaptación viene de un problema: donde hay carencia, hay expectativa.

A todo esto, ¿qué pasa con la felicidad en México? ¿Todavía existe? La próxima semana analizaremos el asunto.

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