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DESPERTAR...ES ¡CADA NIÑO UN REGALO DE DIOS!

FAMILIA SIRVIENDO A LA VIDA

GERMÁN DE LA CRUZ CARRIZALES

Cuando nos preguntan cuántos hijos tenemos, respondemos: "Tenemos tantos y tantos hijos".

Pero, ¿tenemos conciencia de que esos hijos nuestros son un regalo de Dios? (¿Qué es un niño?, los niños vienen en diferentes tamaños, pesos y colores. Se les encuentra donde quiera: Encima, debajo, trepando, colgando, corriendo, saltando... Los papás los adoran, las niñas los odian, las hermanas mayores los toleran; los adultos los desconocen, y el cielo los protege. Un niño es la verdad con la cara sucia, la sabiduría con el pelo desgreñado y la esperanza del futuro con una rana en el bolsillo. Un niño tiene el apetito de un conejo, la digestión de una tragaespadas, la energía de una bomba atómica, la curiosidad de un gato, los pulmones de un dictador, la imaginación de Julio Verne, el entusiasmo de una chinampina y cuando hace algo, tiene cinco dedos en cada mano. Le encantan los dulces, las navajas, la Navidad, los libros con láminas, el chico de los vecinos, el campo, el agua, los animales grandes, papá, los trenes, los domingos por la mañana y los carros de bomberos. Le desagradan las visitas, la escuela, las lecciones de música, las corbatas, los peluqueros, las niñas, los abrigos y la hora de acostarse. Nadie más se levanta tan temprano, ni se sienta a comer tan tarde. Nadie más puede traer en el bolsillo un cortaplumas oxidado, una fruta mordida, medio metro de cordel, dos caramelos, seis quintos, una honda, un trozo de sustancia desconocida y un auténtico anillo supersónico con un compartimiento secreto. Un niño es una criatura mágica. Usted puede cerrarle la puerta del cuarto donde guarda la herramienta, pero no puede cerrarle la puerta del corazón; puede apartarlo de su estudio, pero no puede apartarlo de su mente. Todo el poderío suyo se.....

Rinde ante él. Es su carcelero, su amo, su jefe... Él, un manojito de ruido carita sucia. Pero cuando usted regresa a casa con sus esperanzas y ambiciones hechas trizas, él puede remediarlo todo con dos mágicas palabras: "Hola papito".

Nuestros hijos son "nuestros", pero, habría que agregar, más que ser nuestros son de Dios. Nosotros pusimos las condiciones biológicas para engendrarlos. Pero en el mismo instante de su concepción, Dios infundió una semilla de vida un alma espiritual.

En torno a la problemática sobre el aborto y la píldora del día siguiente, la iglesia ha enfatizado con mayor fuerza que lo que generamos, desde el inicio, es una persona humana. Lo engendrado es persona, porque Dios ha intervenido directa y creadoramente en ese proceso. Él es el que decidió su existencia, quién será esa persona, su originalidad y su misión. Nosotros determinamos genéticamente su condicionamiento psicosomático, pero no la esencia de su persona como tal. Si, por ejemplo, engendramos gemelos, cada uno de ellos -más allá de su semejanza y estructura biológica- poseerá una individualidad original, única. Cada uno de ellos es una persona distinta, porque Dios, en un acto creador, le infunde un espíritu que le confiere una personalidad única e irrepetible.

Esta verdad filosófica y teológica reviste una importancia capital para el hijo mismo y para nosotros como padres. En el pleno sentido de la palabra: nuestros hijos son un don, un regalo que Dios nos hace. No se trata de un modo de decirlo. Es realmente así. Él ha puesto en nuestras manos y en nuestro corazón lo más valioso que pudo regalarnos. Nos ha confiado un don precioso, al cual debemos cuidar y servir con amor y responsabilidad. Un don que, en lo más profundo, entraña un misterio que nosotros, poco a poco, vamos a ir descubriendo, aunque nunca en su totalidad.

La Divina Providencia previó los talentos y la originalidad de nuestro hijo. Dios lo amó desde toda eternidad y en el momento preciso decidió que existiera. En ese proceso nosotros fuimos sus instrumentos, co-engendradores de esa nueva vida. La paternidad de Dios es el fundamento de nuestra paternidad.

¿Qué se deduce de esa realidad existencial? Muchas cosas y muy importantes, como que les debemos una actitud de profundo respeto, ya que considerar a nuestros hijos como un regalo de Dios nos lleva, en primer lugar, a profesarles un gran respeto. Porque ellos, antes de ser nuestros hijos, son hijos de Dios. De algún modo son sagrados, santos. Más todavía si esos niños recibieron por el bautismo la gracia santificante, que los hizo "partícipes de la naturaleza divina", "familiares" de Dios e hijos de María Santísima. Ellos son pertenencia de Dios. Cada uno es un miembro único en el Cuerpo de Cristo, con una misión específica en él. Por ello nuestro amor como padres no puede disponer de los hijos según nuestro parecer y antojo, sino que debe estar envuelto por el mismo respeto y tacto con que tratamos las cosas sagradas.

El respeto es una actitud que permite que el otro sea quien es y que, con actitud de servicio y delicado tino, lo ayuda a llegar a ser lo que debería ser. El respeto no hiere, no daña, ni ofende. El respeto es tal vez la virtud más necesaria y, por desgracia, a menudo la más escasa. Constituye el alma de nuestra labor educativa de padres.

El amor y el cuidado por los hijos se convierten, entonces, en servicio a su originalidad; en apoyo para que ellos desarrollen las potencialidades que Dios puso en su alma; en ayuda para que se encausen por la senda que Dios ha previsto para ellos. Nuestro amor respetuoso de padres les da alas, les regala libertad; nunca los "ahoga" con muestras de amor o con excesivos cuidados.

Es por ello que, "Por nuestros hijos somos lo que somos". Desde el momento que somos padres ya no somos más individuos aislados: somos de nuestros hijos, para ellos y con ellos. Desde el momento que engendramos un hijo, nuestra individualidad ha quedado significada con una nueva realidad. El vínculo que nos ata a él pertenece a nuestro ser más íntimo. Si nuestra relación con los hijos se debilitase o, incluso, la negásemos (muy común en nuestro tiempo), se desdibujaría nuestro propio ser.

Agradezcamos de corazón al Señor el regalo que nos ha hecho con cada hijo. Ese hijo nos hace plenos, nos perpetúa, nos exige. Hace brotar lo mejor que hay en el fondo de nuestro ser... siempre que lo aceptemos como un regalo de Dios. A veces nos costará descubrir el don que ese regalo encierra: una enfermedad, algún problema físico, u otra circunstancia determinada, puede hacerlo difícil. En la oración y en la vida llegaremos a descubrir, también en esos casos, el significado de ese regalo de Dios. Mientras tanto que este Día del Niño sea ocasión de alegría y felicidad. ¡Feliz Día del Niño!

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