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Palabras de poder

Jacinto Faya Viesca

Amparo Espinoza

“Esta que llaman Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo, ciega, y así no ve lo que hace, ni sabe lo que derriba”, escribió Cervantes.

Si tenemos hijos los hemos entregado como rehenes a la estúpida Fortuna. Nada queremos más en la vida que a nuestros hijos y a nuestro cónyuge, cuando lo amamos. ¡Qué paradoja!: celebramos el nacimiento de nuestros hijos sin ser conscientes que en su nacimiento traen larvada la muerte.

Los que han padecido la muerte de un hijo no necesitan contarnos su dolor; su inmenso sufrimiento les desgarra de tal manera el alma, que es imposible que no podamos percibirlo. Y hay quien dice que cuando a una madre o a un padre se le ha muerto una hija o un hijo de escasa edad, el sufrimiento es mayor que cuando su hijo es ya un joven o un adulto.

Y es que la hija o hijo fallecido en la infancia, contenía un mundo de posibilidades: la madre o padre se habían forjado inmensas ilusiones sobre su vida futura, y en su amorosa imaginación se habían forjado bellísimos sueños para los años posteriores de esa hija o de ese hijo.

La hija falleció. La Fortuna, si tiene espíritu, se comportó como una malvada asesina, y si la Fortuna carece de entidad espiritual, impuso su crueldad el azar asesino que permitió que algunos factores coincidieran para arrebatarle a una madre el tesoro más grande que la tierra pudiera brindarle.

No hay compensación. No se admiten las compensaciones, pues la pérdida de un hijo es una pérdida irreparable ante la cual no hay consuelo alguno. Ante una madre que ha pedido a su hija adorada, no hay, ni puede haber, palabras de consuelo. Lo que sí, es que la madre doliente adquiere una dignidad incomparablemente más alta que aquellas madres que no han perdido un hijo.

Si la madre doliente sólo tenía un hijo y lo pierde, el sufrimiento será para siempre. Si la madre perdió una hija y aún le quedan otros hijos, jamás podremos hablar de una compensación, pero sí, que el espíritu de su hija fallecida nada querrá más, que su madre vuelque su amor sobre sus hermanos que viven. Ése sería el mayor regalo que ese espíritu celeste podría estar permanentemente recibiendo, y si pudiera, así lo diría: ¡Gracias mamá por querer tanto a mis hermanos!

¿Y el Dios todo poderoso qué nos pude decir sobre esto? Yo no lo sé ni jamás podré saberlo. Pero si Dios existe, seguramente estará ocupado en otras cosas, pero no en las cosas de la Tierra, donde la desgracia es una constante en la condición humana.

Una madre dolida ante el trágico fallecimiento de una hija, no podrá ser consolada, pero la desgracia que asaltó su hogar sí podría causar que el vínculo entre madre e hijos, sea aún más estrecho para siempre. Hablar de consuelo para la madre sufriente es innecesario, pero en cambio, la nueva elevada dignidad de la madre, la hace superior a las madres que nunca han pasado por este tipo de desgracia.

Verdaderamente tiene que estar loca la Fortuna o ser muy envidiosa para mandar una desgracia como ésta. No hay consuelo, pero es cierto –como dijo San Agustín– que “las desgracias son las lágrimas del alma”.

Ante la pérdida tan enorme, mucho puede ayudar hablar de ella a las amigas y amigos; platicar con ellos puede ayudar a que el “luto” sea más profundo y aliviante. No se trata de curar el sufrimiento de una madre, ni tampoco de transmitirle nuestra compasión, simplemente transmitirle el sentimiento de que es tan profundo su dolor, que ni siquiera lo podemos imaginar, porque simplemente no podemos creer que una desgracia tal, pueda sucedernos a nosotros. Y no obstante, lo que sí podemos decir es: Amparo, tu dolor nos traspasó el alma.

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