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Valores infantiles

Addenda

Germán Froto y Madariaga

Con motivo del Día del Niño, me puse a pensar en aquellos días en que nuestra única obligación era ir a la escuela y hacer las tareas.

Eran tiempos felices en los que cosas insignificantes eran las que nos daban miedo y las calles del barrio eran todas nuestras, junto a los terrenos baldíos que por ahí había.

La Alameda era nuestro parque de diversiones con todo y kiosco; y ya en el colmo del delirio, el Bosque era la selva en la que nos podíamos adentrar en busca de aventuras más fuertes.

Los valores los aprendíamos en la casa y en la escuela. Pero los valores de los adultos no eran nuestros valores, pues algunos de ellos correspondían más al código del barrio, que a los libros de ética.

Entre la chiquillada, nadie rajaba ni se rajaba. Todos “aguantaban vara” a menos que el interesado decidiera hablar.

De manera especial, esa regla la viví cuando un mal día, en el patio de la primaria Pereyra, se armó una batalla campal y desde el lugar en que nos encontrábamos un grupo de compañeros, salió volando un ladrillo, que lamentablemente fue a pegar a la nuca de un compañero que inmediatamente cayó desmayado y fue a dar al hospital.

Más de un mes estuvo internado aquel compañero y algunos de esos días permaneció inconsciente en terapia intensiva.

Cuando nos reunieron a los presuntamente involucrados en aquel lamentable incidente, esto es, a los que estábamos en el lugar desde el que partió el proyectil, los curas nos interrogaban y presionaban para que dijéramos quién había sido, pues de no decirlo, todos saldríamos expulsados. Nadie dijo nada, no obstante que a la presión de los curas se sumaba la de los padres que no querían ver expulsados injustamente a sus hijos, pero para que ello no sucediera, era menester que dijéramos quién había lanzado el ladrillo.

Nadie cedió a las presiones, por un principio elemental de lealtad y solidaridad, pues estaba claro para nosotros que quien lo lanzó no lo hizo con la intención de pegarle a alguien en particular y menos con la de mandarlo al hospital. Todo había sido un accidente culposo, pero no doloso.

El código de aquellos grupos establecía que nunca se debía delatar a un compañero para salvar el propio pellejo. Si acaso que se nos castigara a todos, pero nadie abría la boca para denunciar a otro. Finalmente el responsable confesó y fue él el único expulsado, por el mismo tiempo que tardó el afectado en volver al colegio.

Otro detalle semejante, pero sin graves consecuencias, fue aquél en que quemé la tómbola de la kermés del colegio, preso de la rabia y el coraje por una injusticia menor, pero injusticia al fin.

Debe de haber sido algún día de San Ignacio o de San Isidro, pero el caso es que se desarrollaba en los patios del colegio una kermés.

La tómbola la regenteaban unas señores madres de familia, de ésas de la crema y nata del Torreón de aquel tiempo. Había buenos premios, como licuadoras, planchas, y creo que hasta un refrigerador.

Los boletitos se sacaban de una ánfora y cada número correspondía a un premio específico. En el peor de los casos, te llevabas un lápiz, como premio de consolación.

Sin embargo, creo que las señoras de la tómbola eran unas tramposas, pues arriesgando el poco dinero con el que contaba fui y compré un boleto, al que resultó le correspondía una licuadora.

Pero una señora, simplemente dijo que el premio era un lápiz y tiró mi boleto al suelo, en donde había cientos de boletos casi destruidos y aunque yo estaba seguro de que me había sacado la licuadora y ya soñaba con llegar a la casa con ella, nada pude hacer para probarlo, máxime que era la palabra de la señora contra la mía.

Lleno de coraje y armado con una caja de cerillos, me fui por la parte de atrás de la tómbola en la que colgaba una larga tira de papel de ése con las que las adornaban y le prendí fuego a todo lo ancho de la estructura que además era de madera.

El fuego consumió toda la tómbola y junto a otros muchachos, sin inmutarme, ayudé a apagar el fuego que casi acabó con todos los regalos que en ella había. Bajo el principio de que: “Si no es para mí no es para nadie”, les eché a perder aquella rifa.

El único testigo de aquel estropicio, fue un compañero de clase que jamás reveló el secreto ni denunció al culpable. Cuento ahora esta anécdota, porque estoy consciente que, no obstante mi culpabilidad y el indebidamente haberme hecho justicia por propia mano, cualquier pena posible ya prescribió, pues han pasado más de cuarenta años de aquellos hechos.

Así eran los valores imperantes entre los niños de aquella época, entre los cuales la “Ley de la Omerta”, se tenía como algo sagrado.

Por lo demás: “Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”:

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