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Un bicentenario del presente

ARTURO SARUKHÁN

Los marcos de referencia utilizados para evaluar la historia -y para ubicarnos en su hilo conductor- son maleables, como ha demostrado una y otra vez el presidente de México en su particular interpretación de la historia de nuestro país y la inserción de éste en la historia mundial. Este 5 de mayo marcó el bicentenario de la muerte de Napoleón Bonaparte, quien pasó sus últimos días en el exilio en la isla solitaria de Santa Helena, en medio del Atlántico sur. Para el general y emperador, al igual que para todos los seres humanos, resultó imposible escapar de los tiempos en los que vivió, y esta efeméride ha retratado de igual forma el debate cultural, político e ideológico en el que se encuentra inmerso en este momento Francia, conjugando pasado, presente y futuro en un debate impetuoso y polarizante.

Hegel, el filósofo alemán que popularizó la idea del espíritu de la época, el "zeitgeist", vio a Napoleón como su encarnación, el reflejo de la "historia a caballo". El corso reinventó las tácticas militares a través de sus campañas y batallas y de paso reventó el antiguo orden feudal y monárquico de Europa, marcando el comienzo del turbulento y dinámico siglo XIX. Las naciones a las que no doblegó se vieron obligadas a emular muchas de las reformas francesas para sobrevivir al torbellino que él desató en el continente y de rebote, en América también. Bonaparte fue un presagio del mundo moderno, con todo su terror y sus abusos, pero también de todos sus avances y posibilidades. Se mire donde se mire, habitamos un mundo que, en cierto sentido, ayudó a legar. Hasta el día de hoy, innumerables naciones pueden rastrear sus códigos legales a los edictos napoleónicos y su nombre es casi sinónimo de la expansión del estado burocrático moderno. Francia es el único país que abolió y luego reinstaló por decreto la esclavitud en 1802, y tuvo que transcurrir hasta 1848 para que se prohibiera permanentemente.

Esta dicotomía quedó particularmente manifiesta el miércoles pasado cuando el presidente francés Emmanuel Macron decidió colocar una ofrenda floral en la tumba de Napoleón bajo la cúpula dorada de Les Invalides en París, optando por hacer lo que predecesores suyos (Chirac, Hollande, Sarkozy) habían evitado: honrar al hombre que en 1799 destruyó la naciente República Francesa en un golpe de Estado. El mandatario galo se aventó un clavado en la piscina de las guerras culturales de Francia, en las cuales el emperador, siempre una figura controvertida, se ha convertido en una especie de prueba Rorschach para los franceses. ¿Fue Napoleón un reformador modernizador cuyo código legal, sistema escolar de liceo, banco central y marco administrativo centralizado sentaron las bases para la Francia posrevolucionaria? ¿O fue un racista retrógrado, imperialista y misógino?

El presidente centrista enfrenta una complicada campaña de reelección el próximo año, particularmente contra una envalentonada extrema derecha. Macron complacerá con su acción a un sector en un país ahora habituado a narrativas de decadencia y que sueña con un pasado dorado, la gloria perdida y un momento en el que, bajo su emperador, Francia se encontraba en el cenit del mundo. Es esta interpretación simplista del declive francés la que se asoma detrás de una carta inusitada (más reminiscente de la República francesa de 1958 que de su presente) publicada el mes pasado en una revista ultraconservadora y suscrita por 20 generales, en su mayoría retirados, que describía a Francia como un Estado en "desintegración" y amenazado por la inmigración y advertía de un posible golpe. Le Pen aplaudió la carta. Ahora un nuevo grupo de militares franceses, esta vez en activo y desde el anonimato, volvió a agitar las aguas de la política gala apoyando a los ex generales y llamando a los gobernantes a "actuar" para "salvar" a Francia del "derrumbe". Que haya uniformados que se sienten legitimados para dar otro toque de atención a sus gobernantes, saltándose su deber de neutralidad política, ha provocado una nueva oleada de malestar en el gobierno y la cúpula militar.

Este es el rocoso contexto de la evocación de Macron el miércoles a un hombre que llegó al poder mediante un golpe de Estado, a unas cuentas jornadas además de que el mandatario celebrara el fin de semana el Día de Europa, una fiesta de la unidad europea (la cual Napoleón redujo a cenizas hasta que Europa encontró la paz a través del Congreso de Viena después de su derrota en Waterloo), y conmemorara este lunes la ley aprobada en 2001 que reconoció la esclavitud como un crimen de lesa humanidad. Macron nunca ha disfrazado su convicción del papel que Francia juega en el corazón de una Europa unificada, más poderosa y cohesiva -el andamiaje supranacional más exitoso y acabado de las relaciones internacionales contemporáneas y una de las formaciones geopolíticas más relevantes- ni su deseo de ser quien impulse la reinvención y el fortalecimiento continentales. En 2017, Macron llevó a su entonces homólogo estadounidense a ver la tumba de Napoleón. Otros mandatarios franceses habían buscado evitar acompañar a otros líderes extranjeros a Les Invalides en gran medida porque Hitler rindió homenaje a Napoleón visitando su tumba en un París ocupado por las fuerzas nazis en 1940. Al ver la tumba, Trump fue, como siempre, prosaico en su comentario: "Bueno, Napoleón terminó un poco mal", remató con la inopia que lo caracteriza. Seguramente, al decidir afrontar de lleno este bicentenario, Macron ha apostado a poder navegar este debate acrimonioso sobre la historia de su país y de Europa de tal modo en que el próximo año, a diferencia de su huésped estadounidense, él sí acabe bien.

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Escrito en: Editorial Arturo Sarukhan

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