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JUAN VILLORO

La característica fundamental del ser humano no es pensar, sino creer que piensa. En El error de Descartes, António Damásio señala que los recientes estudios del cerebro revelan que las decisiones que tomamos no dependen del raciocinio, sino de la emoción. De ahí el título del libro. El neurocientífico portugués sostiene que Descartes se equivocó al definir al ser humano como "cosa pensante". En consecuencia, el célebre lema "Pienso, luego existo" podría reescribirse como "Siento, luego existo".

¿Explica esto que las telenovelas tengan más éxito que la ciencia? El asunto no es tan sencillo. Aunque la razón llega después que la pasión, no sólo actuamos por corazonadas. Además, los impulsos emocionales no siempre son definitivos. El menú de la conducta humana incluye la enmienda, la recapacitación, la duda y el arrepentimiento. Lo peculiar es que todas estas facultades han perdido valor. ¿Hace cuánto no oímos que alguien diga: "Rectificar es de sabios"?

Las redes sociales permiten respuestas tan veloces que responden más a la neurología que a la comunicación: en lo que pasas del sentimiento al raciocinio ya diste like. Las palabras en estado de aceleración no dicen lo mismo que las palabras en estado de reposo.

La condena puede ser instantánea; en cambio, la rectificación necesita tiempo. Alimentadas por la prisa, las plataformas digitales se prestan más al linchamiento que a la reflexión.

Esto ha contribuido a un significativo viraje cultural. La descalificación sustituye en tal forma a la argumentación que nos preocupamos si alguien dice: "lo voy a pensar". En tiempos de certeza exprés, el que pondera parece al borde de una crisis.

La congruencia suele ser una virtud; sin embargo, incluso en ámbitos fanáticos el cambio de ideas es posible. San Pablo vivió su momento cumbre en el camino de Damasco al abrazar la fe que antes repudiaba, y Kepler tuvo la valentía de aceptar que los planetas no siguen la forma perfecta de un círculo, como él había previsto, sino el horrendo decurso de una elipse.

Borges narró la historia de Droctulft, bárbaro de las estepas que llegó con su ejército a destruir Ravena. Antes del combate decisivo, el guerrero recorrió la ciudad italiana y ante la maravilla de su arquitectura, se sintió disminuido. No supo a qué propósito respondía esa urdimbre de arcos, plazas y balaustradas, pero se supo inferior a ella. Cambió de bando y murió en defensa del sitio que había pensado destruir. Borges advierte que Droctulft no fue un traidor sino un converso.

La Ilustración dependió de una curiosa certeza: el otro puede tener razón. Hace unos días, dialogué con Fernando Savater en un acto organizado por la Facultad de Derecho de la UNAM. Le pregunté qué era lo que más admiraba en el ejercicio de la abogacía y respondió sin vacilar: "la capacidad de persuadir".

Pocas escenas del teatro o el cine son tan apasionantes como los juicios donde el fiscal y el abogado defensor luchan por convencer al jurado. Al oír al fiscal, no queda duda de que el acusado es culpable; luego, en forma sorprendente, la defensa modifica el punto de vista que parecía inapelable.

Sólo alguien refractario a la experiencia humana pasa por la vida sin modificar sus ideas. Aprendemos de quien piensa en forma diferente; por eso, Savater agrega que pocas cosas son tan relevantes como el "orgullo de ser persuadido".

¿De veras conservamos el gusto de que nos convenzan? Esa conducta, decisiva para la inteligencia, goza de escasa popularidad en nuestra época. En las redes sociales y en la política contemporánea, el que rectifica pierde. El Washington Post llevó la cuenta de las mentiras dichas por Trump en su primer año en el poder: 2,140 (casi seis al día). De Bolsonaro a Salvini, pasando por Putin, los presidentes distorsionan los hechos. Pero eso no es lo más grave: si recapacitaran, se debilitarían. La intransigencia es un exitoso recurso de propaganda. En un mundo donde las redes estimulan instantáneas respuestas binarias, los votantes no quieren medias tintas; necesitan declaraciones contundentes: rumbo cierto.

"Si no le gustan mis principios tengo otros", dijo Groucho Marx para burlarse de las posturas acomodaticias. La lealtad a los ideales es loable. Pero también lo es corregirlos en forma razonada.

En fin... concluyo este artículo antes de cambiar de opinión.

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Escrito en: editorial JUAN VILLORO

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