Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Eres ofensivamente joven, sobrino, y a mí cada día me ofende más el tiempo. Cuando alguien quiere saber mi edad ganas me dan de contestarle como hacía al final de su vida mi ilustre paisano Valle Arizpe. Si alguien le preguntaba: “¿Cuántos años tiene, don Artemio?”, respondía: “Perdonará usted que no se lo diga. No me gusta hablar de mis enemigos”. Yo estoy feliz, Armando, con mi edad, pues no haber llegado a ella es indeseable alternativa. Los años que el dueño de ellos quiera darme a más de los que ya me dio procuraré vivirlos como he vivido los que tengo -o que no tengo ya-, con buen ánimo y buen humor, sin lastimar a nadie ni lastimarme yo y sin dar lata a los que me rodean; despegado de cosas, en paz conmigo mismo y lleno de gratitud por la vida plena que viví, donde hubo amor y amores, amigos y canciones, paisajes, libros, pan pan y vino vino, cosas buenas del cielo y de la tierra. Probé de casi todo, sobrino, y de casi todo supe un poco. Ninguno de mis cinco sentidos podrá quejarse de mí. Ni la vista, ni el oído, ni el gusto, ni el tacto, ni el olfato tendrán derecho a decirme: “Pendejo: ¿por qué no miraste esto, o no escuchaste aquello, o no gozaste ese sabor, o no pusiste una caricia en tal tersura, o te olvidaste de percibir aroma tal?”. ¿Temor? Ninguno siento. El que ha vivido bien la vida no tiene miedo de morir. ¿Sabes, Armando, cuál es uno de los mayores anhelos de quienes ya no anhelamos casi nada? Regresar. Volver a algunos sitios en los que un día estuvimos; volver a amores que alguna vez estuvieron en nosotros. ¿Qué cuáles son esos lugares para mí, y esos quereres? Te lo diré. Desearía regresar, en Puebla, al Barrio del Artista; hospedarme en Guanajuato en “Las Acacias” e ir al restaurante Valadez -¿o Valadés?-, en donde Enrique Ruelas tomaba su café; en Morelia pasar una hora en la plazuela que está junto al Conservatorio de las Rosas, morada de Miguel Bernal Jiménez; caminar en Tlaxcala por la cuesta empedrada desde donde se mira la plaza de toros, la más castiza y recoleta del mundo; llegar en Oaxaca al hotel que fue casa de monjas; en una noche de jueves estar en Santa Lucía, de Mérida; ver otra vez el kiosco de Álamos, Sonora; visitar a mis amigos los Fernández en el Gran Café de La Parroquia, en Veracruz. Y más allá del mar otros lugares de recuerdos: el Hotel Lope de Vega, de Madrid; el Gaudí, de Barcelona; el Cusset, en París. Sitios de evocación donde me encontraría de nuevo con el buen compañero de viaje que siempre tuve: yo. Conmigo mismo regresar a amores que no se han ido nunca, desde aquella muchachita en cuyo pubis pubescente puse mi mano, púber ella y púber yo, con el estremecimiento de estar por vez primera ante el misterio femenino, hasta la mujer -tan mujer- que me dio su vida para hacer que la mía fuera verdadera vida, pasando por aquélla que me enseñó cosas que ignoraba: en el momento del amor era yo tímido, y me decía ella: “¿Te comieron la lengua los ratones, lindo?”; o aquella otra, feligresa de una iglesia de tintes puritanos, que al estar conmigo en el mejor estado -que no es ninguno de los de la República- me expresaba su firme convicción de que por eso se iba a ir a los infiernos (entiendo que son varios), pero se justificaba: “Si Dios se ha olvidado de mí algunas veces, como cuando murieron mis papás en un accidente de automóvil, con mi hermanito de 7 años, yo también puedo en ratos olvidarme de él”. Igual que estos recuerdos tengo muchos más, sobrino. Con ellos podría escribir en algún periódico una columna semanal que quizá se llamaría “Plaza de almas”. Eso mientras me llega el día de irme, no sé si al Todo o a la nada. FIN.

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