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¿En verdad somos tan demócratas?

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Les propongo un ejercicio: entren al buscador de Google y tecleen Clístenes. ¿Cuántas referencias aparecen? 211,000. ¿Les parecen muchas? Ahora tecleen Alejandro Magno. ¿Cuántos resultados? Alrededor de 9.6 millones. Ahora vamos a Amazon Libros. Lo mismo: busquemos referencias de uno y otro. De Clístenes, solo dos que hablan de él. De Alejandro, 244 libros. ¿Qué nos dice esto? Más de lo que nos imaginamos. Clístenes de Atenas es quien hace 2,527 años diseñó las reformas que engendraron el primer gobierno democrático de la historia. Es el padre de la democracia. Sobre Alejandro Magno… ¿hace falta explicación? Baste decir que durante siglos a partir de su muerte en el 323 a. C. ha sido el máximo referente del rey conquistador. Un demócrata contra un autócrata.

No se trata de un asunto de disponibilidad de información historiográfica, no. Lo mismo ocurre si ponemos a "competir" en biografías o referencias literarias a Pericles con Julio César, Tiberio Graco con Nerón, Simón Bolívar con Napoleón, Francisco I. Madero con Porfirio Díaz o Martin Luther King con Hitler. E igual pasa en el cine y la televisión. ¿Por qué en sociedades como las de Europa y América, que tanto presumen de ser democráticas, se habla y escribe más de los autócratas que de los demócratas? ¿Siempre ha sido así? ¿Se trata sólo de que el poder individual y sus excesos ejerce una mayor seducción que el poder colectivo y sus controles? ¿Qué tanto hay de proyección social y construcción ideológica detrás de todo esto?

Sirva este sencillo ejercicio y las preguntas consecuentes para reflexionar sobre el estado de la democracia y sus estímulos y reflejos culturales en un momento en el que los regímenes autoritarios se están consolidando y las figuras políticas de sistemas democráticos muestran, cada vez con menos empacho, desplantes autocráticos; un momento en el que cada vez más analistas y académicos hablan de la necesidad de reinventar la democracia, ya que ésta se encuentra en grave peligro.

Un buen punto de partida es consultar el Índice de Democracia de The Economist, que se publica desde 2006 cada dos años, y que mide indicadores como los procesos electorales y el pluralismo, el funcionamiento del gobierno, la cultura y participación políticas y las libertades civiles. En la década que va de 2008 a 2018, año del informe más reciente, la democracia retrocedió en el mundo con una marcada caída en Europa y América, que es donde se supone están las sociedades más democráticas del orbe. Si lo vemos desde la perspectiva demográfica, sólo el 4.5 % de la población mundial vive en democracias plenas, mientras que la proporción de población en democracias imperfectas ha crecido para colocarse en el 43.2 %. Pero el dato más revelador es que todavía más de la mitad de la población (52.3 %) vive en regímenes no democráticos (sean híbridos o abiertamente autoritarios).

No existe sólo una causa que explique este retroceso. En una primera hipótesis podemos encontrar un proceso multifactorial en el que deberíamos ubicar a la desigualdad material como uno de los componentes principales. Si bien es cierto que la extrema pobreza ha disminuido en el mundo de manera sorprendente en las últimas décadas, también lo es que las llamadas clases medias han visto disminuir sus antiguos privilegios y beneficios sociales, mientras que los ricos acumulan fortunas exponencialmente mayores y que la riqueza amasada ha conducido a un aumento de la influencia de la plutocracia en la política. En la medida en la que los partidos y gobernantes fueron respondiendo más a los intereses de la élite económica, se alejaron de las necesidades de las capas intermedias de la población que son las que más impuestos generan en volumen y proporción.

El resultado de este fenómeno ha sido la pérdida de la representatividad política y la caída del prestigio de la democracia como un sistema que puede resolver los problemas del colectivo. A esto hay que sumar la preeminencia del capital que ha propiciado la fragmentación de la sociedad y las ciudades en tribus o guetos. La red de ese gran colectivo que era soporte y beneficiario del antiguo Estado de bienestar se ha roto en la ilusión del mercado de la diversidad material e identitaria, regulado por el capital trasnacional.

Este proceso se da hoy acompañado de la eclosión de las tecnologías de la información y el papel protagónico que están cobrando las redes sociales virtuales como constructores de una imaginaria fuerza colectiva que brinda la ilusión de un empoderamiento cívico cuando, en realidad, debido a los algoritmos aplicados con fines comerciales, genera bucles cerrados de pensamiento que reafirman los prejuicios individuales y remarcan las diferencias, en vez de ayudar a aclarar y construir una comunidad más fuerte fundada en aquello que une y no en lo que divide. De esta manera, la fragmentación impulsada por el mercado dominado por el capital encuentra su complemento en las nuevas tecnologías de información.

El relativismo extremo, el fundamentalismo, el pensamiento anticientífico y el nihilismo superficial se reproducen fácilmente en este contexto y abren la puerta al autoritarismo. Ante la incapacidad del colectivo de ponerse de acuerdo, de confiar en sus instituciones democráticas, de construir un discurso más allá de las diferencias individuales o gremiales centrado en el bien común material, el populismo y la autocracia crecen como opciones viables de ejercicio del poder. Los partidos tradicionales, perdidos en la lógica de la hegemonía económica, el progresismo exclusivo de la diversidad individual y el abandono de la realidad tangible y objetiva del colectivo, hacen brecha a los partidos y movimientos que reivindican las diferencias de identidad y abrazan las medidas populistas que debilitan aún más las instituciones y afianzan el poder unipersonal, ese que encuentra siempre una mayor proyección en las producciones culturales.

No se trata de que todo esto sea consecuencia de la mayor presencia y difusión de los ejercicios de poder individual, pero sí estamos en la posición de cuestionarnos qué tanto contribuye el ensalzamiento de las figuras y patrones autocráticos en una preparación ideológica que aumenta nuestra familiaridad o tolerancia hacia el autoritarismo en un mundo en donde las alternativas más fuertes a los poderosos Estados Unidos de Donald Trump son la exitosa China de Xi Jinping o la renaciente Rusia de Putin.

En una encuesta, ante la disyuntiva de si se prefiere un sistema en donde sea responsabilidad de todos tomar con suficiente información las decisiones más importantes sobre la vida pública, o uno en donde se elija a una persona o un reducido grupo para llevar a cabo la tarea, ¿cuántos optarán en verdad por la primera y cuántos por la segunda? Sospecho que el resultado dependerá de si la respuesta se da de forma anónima o abierta con una clara tendencia a mostrar demócratas de calle y autócratas de clóset, aunque estos últimos encuentran cada vez mejores condiciones para salir a la luz y desde ahí golpear la credibilidad de la democracia como el mejor sistema político que se ha inventado hasta ahora.

Pero frente al deterioro de la democracia y el avance del autoritarismo surge la pregunta inevitable: ¿qué hacer? Hasta el momento se observan sólo tres vías: mantener el divorcio representativo de la llamada democracia liberal, transitar hacia el populismo paternalista o identitario y nacionalista que están siguiendo varios países de Europa y América, o ahondar en la construcción democrática con el fortalecimiento y creación de instituciones que propicien una mayor participación e injerencia de la ciudadanía, como colectivo unificado y no como ente fragmentario, en la toma de decisiones para resolver los problemas materiales comunes.

Para lograr esto último se requiere caminar primero sobre una base de certezas sociales y científicas, recuperar la fuerza del poder político público sobre el económico individual, reconocer la pluralidad centrada en lo que nos identifica como ciudadanos, explorar nuevas formas de participación y construcción de consensos y, ¿por qué no?, también incrementar la producción cultural y exposición de historias en donde los protagonistas sean demócratas y ya no solo los autócratas que, por otra parte, siempre podrán servir como referencia de la alta factura que se cobra el recorrer sus oscuras vías.

Twitter: @Artgonzaga

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