Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Don Languidio Pitocáido, señor de edad madura, leía el periódico y le comentó a su esposa: “Me preocupa la explosión demográfica”. “Ése no es problema tuyo -acotó ella-. A ti ya no se te enciende la mecha”. El reportero le preguntó al anciano a quien su familia festejaba: “¿A qué atribuye usted el hecho de estar cumpliendo 100 años?”. Respondió el veterano: “A que nací en 1918”. Pepito estaba rezando sus oraciones de la noche: “Por favor, Diosito: cuida a mi papá, cuida a mi mamá, cuida a mis hermanos, cuida a mi perro y cuídame a mí. Y cuídate tú también, porque si algo te pasa a ti, a mí, a mi perro, a mis hermanos, a mi mamá y a mi papá nos llevará la chingada”. Lo macabro está a un paso de lo risible. Lo muestran las películas de Ed Wood, y lo muestra también el relato que me hizo un cierto amigo mío. Me contó: “Antes de ir a la tumba mi abuelita fue a una cantina, y luego estuvo toda la noche en un motel de paso”. Obviamente mostré asombro al oír esas palabras, pero en seguida me explicó lo sucedido. Murió su señora abuela, y la familia se dispuso a darle cristiana sepultura. Cuando el cortejo fúnebre llegó al panteón se desató súbitamente una lluvia torrencial, y los dolientes se refugiaron en la capilla del cementerio. El chofer de la carroza pensó que el féretro había sido bajado ya, y se retiró del sitio sin darse cuenta de que el ataúd seguía en el vehículo. Era sábado por la tarde. El dueño de la funeraria acostumbraba salir de la ciudad los fines de semana, de modo que el tal chofer pensó que podía usar la carroza y entregarla hasta el lunes. Así lo hizo. Fue en ella a la cantina donde solía reunirse con sus amigos. Luego, llegada ya la noche, llevó a una amiguita que tenía a un motel, y ahí estuvieron hasta bien avanzada la tarde del domingo, gozando de la vida con la muerta cerca. Mientras tanto los familiares de la difuntita la buscaban afanosamente por cielo mar y tierra, pues en la funeraria no les supieron decir dónde estaba el chofer con la carroza. Sólo hasta el lunes, cuando llegó con el vehículo, el hombre se enteró del paseo que había dado a la abuelita, y finalmente ella pudo reposar en paz. Viene a cuento esto que no es cuento para aludir a lo sucedido con los cadáveres que en Guadalajara han sido llevados de un lado a otro en una procesión mortuoria que parece no acabará nunca. Tampoco los admiten ahora los vecinos del panteón municipal número 3. El interminable desfile de esos muertos se antojaría absurdo si no tuviera visos de macabro. Desde que el ser humano se enfrentó al misterio de la muerte los cuerpos de los difuntos han sido objeto de especial respeto. Los cadáveres citados merecen tal consideración. Ojalá tengan ya el descanso eterno que pide la oración antigua. El charro Chicharro fue a comprar un caballo. Llevó con él a su pequeño hijo, a fin de que empezara a aprender las cosas de la charrería. El dueño le trajo un alazán de buena alzada y andadura buena, y el charro Chicharro le palpó con detenimiento las ancas y los frentes para dar cumplimiento al viejo dicho según el cual “El caballo y la mujer pecho y nalga han de tener”, y el otro que reza: “Caballo que llene las piernas, gallo que llene las manos y mujer que llene los brazos”. El niño observó intrigado tales tocamientos y luego preguntó a su padre: “¿Por qué sobas al caballo por delante y por atrás?”. Contestó el charro Chicharro: “Quiero saber si es bueno antes de comprarlo”. El pequeñito se angustió: “¿Entonces el vecino va a comprar a mi mamá?”. (Ahí falló otro proverbio de la charrería: “Caballo, rifle y mujer, sólo el dueño ha de saber”). FIN.

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