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La descomposición de la vida pública

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Parece que la violencia se ha normalizado en México. Incluso, puede decirse, se ha convertido en modus operandi y vivendi de muchos, no sólo de quienes delinquen. La República enfrenta el proceso electoral más complejo de su historia reciente en medio de la peor ola de violencia de, por lo menos, el último medio siglo. En dos sexenios, cerca de un cuarto de millón de homicidios dolosos, siendo el de Peña Nieto ya más sangriento que el de Calderón, así como más de 30,000 desaparecidos. En siete meses de proceso electoral, 140 actores políticos asesinados, una cifra inédita. En lo que va del año, siete periodistas asesinados, uno por mes; en lo que va del sexenio, 55. En el mismo período, más de 100 activistas ultimados y más de 80 desaparecidos, y alrededor de 25 curas muertos de forma violenta. A la lista hay que sumar una cifra no precisa de policías y militares caídos en activo o francos.

Es obvio que todos estos homicidios ocurren bajo el manto de la impunidad, que en México ronda el 95 por ciento de los delitos. Quienes matan, por la razón que sea, lo hacen porque pueden. Porque la probabilidad de que sean castigados por la ley es bajísima. Y esto es así por varias razones: porque las policías están rebasadas, cuando no infiltradas; porque los ministerios públicos son insuficientes, ineficientes o complacientes; porque el Poder Judicial tiene lastres severos en su operación, y porque, en suma, la ciudadanía cada vez confía menos en las instituciones de seguridad y justicia. La impunidad, con todos sus rostros, tiende a alimentarse a sí misma. Y en ese contexto, la vida pública transcurre entre asesinato y asesinato, ya sean en zonas en donde la calma es poco más que un discurso oficial tan aparente como frágil, o en regiones en donde la guerra es el sustantivo más adecuado para definir su situación.

El asesinato es la expresión más dura de la violencia, pero no la única. En general, la vida pública, la política en su sentido más amplio, se ha ido envileciendo en México. Quienes se supone que deben administrar los recursos del Estado para velar por la tranquilidad ciudadana muchas veces son los que la violentan. A la violencia, más violencia, la cual va acompañada de abusos y excesos. En la psicosis, real o inducida, se procede por sospecha. La presunción de inocencia se reduce al mínimo, a la vez que se revictimiza a la familia mutilada por la incapacidad de dar con los verdaderos responsables. Y también se criminaliza en automático a los ultimados. "Eso le pasa por hacer o decir lo que no debía". Resulta que los culpables de su desgracia son ellos mismos, que ya no pueden defenderse. Pero los gobiernos y partidos insisten en manejar la retórica de los buenos y los malos. ¿Quiénes son los unos y quiénes los otros? ¿Está clara la frontera?

A la violencia del Estado, hay que sumar la violencia política, desde la política y entre los políticos. La mayoría de las agresiones contra medios y periodistas provienen de funcionarios o políticos. Lo mismo ocurre con activistas. Los políticos pueden ser víctimas de criminales o de sus propios rivales. Se usa la violencia para amedrentar, acallar o quitar del camino. Y ésta puede ser verbal, física o institucional, y puede adquirir la forma de calumnias, insultos, amenazas, espionaje, golpes. Las campañas negras no surgieron con las redes sociales virtuales, pero sí han encontrado en éstas su caja de resonancia más efectiva. Desde la cobardía del anonimato, soportada por una red de bots y/o trolls "profesionales", se puede atacar a una persona que resulta incómoda para alguien con cierto poder. Y por si no fuera lo suficientemente aberrante, se usan recursos públicos para financiar esas acciones. Basta echar un vistazo a la campaña federal y a la local, aquí en Torreón y en Coahuila, para darnos cuenta del nivel de descomposición. La razón ha sido relegada por el improperio y la víscera. Es la ley de la jungla digital en donde quien grita más fuerte es el que "gana". Y esos gritos tienen precio, y se pueden comprar.

La vida pública en México se encuentra en un franco proceso de descomposición. La violencia ha ganado terreno no sólo por la omisión de quienes tienen la responsabilidad ética y legal de frenarla, sino, muchas de las veces, por la acción de quienes reciben ingentes recursos públicos que en vez de utilizarlos para beneficio de sus representados, los ciudadanos, los vuelcan contra ellos, sus contrincantes o personas incómodas. Quien asuma a partir del 1 de diciembre la máxima magistratura de la República tendrá frente a sí un enorme desafío ante el clima de polarización y degradación pública que se observa. La pacificación del país no será tarea fácil, sobre todo si los gobiernos de los tres niveles, los partidos y sus integrantes no comienzan a asumir un compromiso más allá del discurso. El primer paso para frenar esta descomposición es dejar de alimentarla.

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