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De la rabia y sus costos

FEDERICO REYES HEROLES

 L A palabra embelesa, lo digno por sí mismo es bello y puro. Lo indigno es sucio. La dignidad engrandece, la indignidad por su lado, nos transforma, por la fuerza de los estereotipos morales, en insectos, como en una metamorfosis kafkiana. Dignidad, todos la queremos por principio, dónde firmo. El problema es traducir el estereotipo a la vida cotidiana, a la política, sin caer en aquello que es contrario a nuestros intereses, en lo estúpido, como diría el "tumbaburros".

Queremos un salario digno, un trato digno en nuestro trabajo, un entorno digno para nuestro desempeño día a día. Hasta allí todo bien, pero cuando hay una afrenta la defensa de la dignidad desemboca fácilmente en enojo, en ira. Si la dignidad es buena consejera, el enojo no lo es. Supongamos que circulamos por la calle y de pronto un energúmeno, presa del calor, de mal humor, nos profiere gratuitamente un insulto mayor que nos altera y hiere. Allí empieza la lucha interna, la tensión inevitable entre la inmediata defensa de la dignidad y una racionalidad mínima. Responderle en los mismos términos pareciera lo justo para restaurar nuestra dignidad. Pero nuestra conciencia nos contiene: cuidado, puede traer una pistola. En alguien debe radicar la sensatez, es mejor seguir nuestro camino y olvidar ese capítulo en que sacrificamos dignidad por prudencia.

Qué le ocurre a alguien que sorprende a su pareja en los brazos de otro u otra, la dignidad lo incendia, lo arroja a buscar el cuchillo más largo y filoso para destajar a ese ser que lo ha ultrajado, bueno, ya metidos en gastos, ¿por qué no matar a los dos? Pero momento, hay un Código Penal y aunque en algunas entidades todavía hay atenuantes absurdas, se trata de homicidio y varias décadas de prisión podrían ser el futuro del digno agraviado. Aquí la reacción "digna" se convierte en su peor enemiga pues, al fin y al cabo, es una reacción, un exabrupto. La dignidad es un valor-guía, pero convertirlo en valor supremo es caer en un maximalismo que, como cualquier otro, ciega.

¿Le puede ocurrir algo similar a una nación, a un país? Por supuesto, pensemos en muchas de las confrontaciones como las de los Balcanes donde se cometieron horrores inenarrables invocando ofensas centenarias. La defensa de la dignidad se convirtió en una vorágine de odio. No vayamos tan lejos, en muchas de las comunidades indígenas en nuestro país las frecuentes rencillas son el resultado de agravios antiquísimos. Miremos al norte, el señor Trump es un fiel seguidor de lo que él considera la batalla por la dignidad perdida por su "América". Los interminables enfrentamientos entre narcos son resultado de la defensa de sus mercados, pero también de agravios dentro de sus propios códigos.

Una de las características de la era del desconcierto en que vivimos es que las elecciones se han vuelto emocionales. Los vuelcos populares son siempre producto de emociones desbocadas, de dignidades ofendidas. El problema son los resultados. Los dignos ingleses hoy buscan recomponer su entuerto. Los costos de las obsesiones trumpianas los pagará muy caro la sociedad estadounidense.

En México hay muchos agravios acumulados: muertos por la guerra que dejaron decenas de familias heridas; una cifra espeluznante de desaparecidos, tres o cuatro decenas de miles; y los millones de ofendidos por la impunidad cotidiana donde la probabilidad de que un delito sea resuelto es de 0.9%. A todo ello agréguese la corrupción: entramos al dormitorio y el regocijo no tiene límite, los gemidos emergen de entre las carnes que se entrelazan y sacuden. Estamos muy ofendidos, pero de la calidad de nuestra comprensible reacción, dependerá nuestro futuro. Cuchillo o denuncia y justicia.

Que gane la oposición, no tiene por qué asombrarnos. Que López Obrador lideré, tampoco. Pero que la elección, convertida en vendaval o huracán, destruya los pesos y contrapesos políticos e institucionales que tantas décadas llevó formar, es autodestructivo, es estólido. El desprestigio de los partidos políticos está perfectamente fincado, pero no hay democracias liberales que funcionen sin partidos. Poner a todo México a disposición de un movimiento, tal y como se autodenomina MORENA, y por lo tanto en manos de sólo un hombre, es una reacción producto de la ira que puede traer consecuencias terribles, devastadoras, para las libertades y en favor del restablecimiento de un sistema autoritario.

Recuperar la dignidad hoy ofendida de los mexicanos, llevará tiempo, tiempo para crear un nuevo sistema de administración de justicia, tiempo para que el Sistema Nacional Anticorrupción tenga efectos, tiempo para ajustar cuentas con la ley en la mano. Ese es el dilema: dejar que la indignación aplaste a la razón o controlar los impulsos de justicia en propia mano y acudir el primero de julio a los contrapesos, a los códigos.

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