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Elección sin principios

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ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

El proceso electoral en curso tal vez sea el más carente de principios de los últimos sexenios en México. Los partidos de oposición se han coligado en alianzas improbables. En el llamado Frente, la derecha tradicional, el PAN, no tiene empacho en unirse a su otrora rival ideológico, el PRD, de presunta izquierda; mientras que Movimiento Ciudadano privilegia el pragmatismo de los votos sobre la construcción de una izquierda moderada alternativa. En el bloque de López Obrador, la izquierda histórica aglutinada en Morena y el PT, ahora como partido satélite, cede espacios en su "nacionalismo revolucionario" a un partido ultraconservador como lo es el PES. En el oficialismo, el PRI, desde su desgastada imagen, renuncia a su orgullo de partido de estado e intenta mostrar a un burócrata como perfil "diferente" que, según ellos, es lo que menos huele al rancio priismo, acompañado de sus apéndices Panal y PVEM.

Y la incongruencia no sólo se manifiesta en las alianzas, también en los cambios de camiseta de muchos políticos. Aquellos que no encuentran espacios en sus partidos de toda la vida, sin escrúpulo alguno se adhieren a las filas o proyectos de otro instituto, aunque en el pasado hayan despotricado contra él, con el único objetivo de obtener una candidatura. Y para quienes se cierran todos los espacios, quedan las candidaturas independientes, acaparadas en su mayor parte por exmilitantes de los partidos tradicionales, algunos dentro del franco juego de la pulverización del voto, sin posibilidad alguna de triunfo. No importan los principios, el pasado ni la coherencia. Lo único importante es la ambición de poder, la oportunidad económica, la proyección que da una campaña o hacer el juego a la simulación. El oportunismo en su máxima expresión. El pragmatismo en su forma más desnuda.

Pero este escenario que hoy observamos no es producto de la nada. Hay un contexto que se ha venido afianzando desde antes y después de la primera alternancia a nivel federal. Lo primero que sobresale es el desdibujamiento ideológico de los partidos más antiguos y la falta de definición y profundidad de la mayoría de los nuevos. Más allá de matices socioculturales, los proyectos político-económicos han quedado en segundo plano cuando no desaparecido, a la par de que no existe una verdadera formación política de la militancia. Ni para qué hablar de la ética, disciplina desdeñada en cada acto de la vida de la República. Este desdibujamiento ha derivado en una descomposición de los partidos. Ante la falta de intereses supremos, priman los gremiales o individuales. La lucha interna de facciones es cosa de todos los días y el control de los partidos se define bajo las premisas casi exclusivas del liderazgo carismático y omnipotente, la estructura oligárquica o la posibilidad del reparto de utilidades del negocio de la política; ya no por una dinámica democrática.

Una consecuencia de este desfondamiento ideológico y de principios puede ser la propensión a la corrupción que muestra buena parte de la llamada clase política. El vacío dejado por los proyectos de República de largo aliento o la vida democrática interna son sustituidos por la ambición: las ganas de ser para "hacer", en vez de hacer -construir- para ser. Cada vez quedan menos espacios para la política del diálogo, de la discusión de ideas, del enfrentamiento de proyectos, del debate de posturas. Las campañas electorales se han convertido en un burdo concurso de ocurrencias y absurdos, descalificaciones personales, denuncias sin mayores consecuencias que el efecto mediático, movilización descarada de clientelas y derroche de ingentes recursos económicos. Ante tal evidencia de ausencia de voluntad para llevar a cabo un juego limpio, los árbitros electorales han sido rebasados, como se pudo constatar en la pasada elección del 4 de junio de 2017.

Frente a este panorama es entendible que la desconfianza ciudadana en las instituciones políticas siga en ascenso. Los congresos y partidos se encuentran en el fondo de la credibilidad de los ciudadanos. Los gobiernos han multiplicado los escándalos de corrupción ante la mirada atónita del público que ve que siempre hay un nivel más alto en el cinismo del funcionariado y la burocracia. Y un efecto de dicha desconfianza puede ser la escasa participación de la sociedad en la vida política, salvo en las jornadas electorales, que tampoco son ejemplares. A lo anterior hay que sumar el analfabetismo político que domina en los distintos estratos socioeconómicos y que se traduce en posturas que van desde la completa apatía hasta la fe ciega en un candidato que no acepta diálogo ni crítica, pasando por la participación ocasional en los comicios y el involucramiento por intereses exclusivamente personales. El ciudadano promedio en general sigue muy lejos de la discusión y toma de decisiones de la vida pública.

Todo esto puede explicar por qué llegamos a la elección presidencial actual dentro de una dicotomía simplona de escoger entre dos malos por conocidos y el "bueno" por conocer. Ninguno de los independientes tiene probabilidades reales de triunfo. El candidato oficial, José Antonio Meade, representa el continuismo; mientras que Ricardo Anaya, el presunto cambio moderado ya conocido. Andrés Manuel López Obrador se erige como la opción "nueva" que el país necesita para salir del atolladero, pero lo hace sin discutir a fondo sus propuestas, con un discurso rupestre y rodeado de una mística que en el arte de gobernar estorba más que ayuda. Pero dadas las condiciones actuales y los vicios de la democracia mexicana, es el que más posibilidades tiene de triunfo. La lucha al final será entre el hartazgo hacia el bipartidismo y el miedo hacia el lopezobradorismo. Porque ese es el nivel de política de este país ahora que se encamina hacia una elección sin principios. Es para lo que da esta democracia imberbe. No hay mucho más que ver.

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