Siglo Nuevo

Los griegos imperfectos de Racine

Pasión clásica con acabados franceses

Las despedidas de Andrómaca y Héctor, Jean ll Restout. Foto: Colección Privada

Las despedidas de Andrómaca y Héctor, Jean ll Restout. Foto: Colección Privada

IVÁN HERNÁNDEZ

Es considerado un exponente del clasicismo ya que se conducía con estricto apego a las recomendaciones de sus maestros, a quienes no conoció pero sí leyó con devoción.

Pocas cosas son tan atractivas y están tan arraigadas en el imaginario colectivo como la guerra de Troya. Se han gastado ingentes cantidades de voz y tinta para mantener animadas, cuando menos en la ensoñación, las hostilidades entre las tropas aqueas y las defensas de Ilión.

Hablar y escribir sobre Homero, autor de La Ilíada, el poema que canta la ira de Aquiles, hijo de la diosa marina Tetis y del rey Peleo, es una asignatura obligada del género humano.

Menos visitada es la literatura en torno a los orígenes o los destinos de quienes se reunieron para batallar (a menos que te llames Eneas y tu historia haya sido contada por Virgilio) allí donde Ajax, el propio pélida o su primo Patroclo acabaron por abordar la barca de Caronte y cumplir el trámite que hizo de ellos ciudadanos del Averno.

Son numerosos los pensadores, estudiosos y artistas de la palabra que han explicado o perpetuado los hechos de los héroes griegos; entre todos ellos destaca, por su claridad y sencillez, Robert Graves. Es singularmente delicioso su somero y alternativo recuento de lo ocurrido desde los juramentos hechos por los pretendientes de Helena hasta la exitosa, devenida en sangrienta, estratagema del caballo de madera.

Para entrar de lleno en materia, sin embargo, se precisan los versos de una obra a la que ya se ha hecho alusión, la Eneida: “Por mil mares y tierras me llevaron; del presuntuoso Pirro (vástago de Aquiles) fui oprimida y a sufrir su soberbia me forzaron”.

La cita forma parte de líneas que relatan lo acontecido con Andrómaca, esposa de Héctor. También hay un par de tragedias, una de Eurípides y otra de Jean Racine, que comparten el nombre de la viuda del priámida.

Está última es el blanco al que apuntan las siguientes flechas, unas que recuerdan a Filóctetes, depositario de dos requisitos indispensables (el arco y las flechas de Heracles) para derruir Troya.

DRAMATURGO

Desde hace tiempo, cuando se le pide compartir una imagen de la dramaturgia a alguien con gusto por la lectura, el pensamiento suele dirigirse, por un acto reflejo, hacia el Bardo isabelino. Es necesario otro punto de partida, por ejemplo, recurrir a la nacionalidad, para beber de cuencos menos rebosantes de admiración colectiva unánime.

Si se trata de proporcionar un referente español, es sumamente probable que la primera reacción se llame Lope de Vega; si el asunto es alemán, Bertlot Brecht, si hablamos de Rumania, Eugene Ionescu. Si el punto de partida es Grecia, la baraja se abre con cartas valiosas: Sófocles, Aristófanes, Esquilo y el ya mencionado Eurípides. Si la palabra clave es Francia, la respuesta es Molière.

Jean Racine es un damnificado de este tipo de automatismos. Nacido en 1639, escribió su primera tragedia, Amasía, en 1660. Ese fruto no se conserva.

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Andrómaca ofrece sacrificio a la sombra de Héctor, Colin Morison. Foto: TATE

Durante un par de años fue amigo del autor de El médico a palos. La enemistad llegó gracias al éxito de Moliere con Alejandro el Grande y la mala fortuna de La Tebaida de Racine. En 1668 publicó Andrómaca, obra que siete años después se tradujo al inglés. En 1677 estrenó Fedra, otro título en el que trabajó con griegos materiales.

Racine es considerado un exponente del clasicismo ya que se conducía con estricto apego a las recomendaciones de sus maestros, a quienes no conoció pero sí leyó con devoción. En el prefacio de su obra sobre la viuda de Héctor defiende la imperfección (la humanidad) de sus personajes. No le interesa concebir héroes perfectos para agradar y explica su forma de proceder remitiendo al lector al consejo de Horacio y a la exigencia de Aristóteles. El espíritu del francés se decanta por crear personajes “que tengan una bondad mediana, es decir, una virtud capaz de flaqueza, y que caigan en la desgracia por alguna culpa que les haga compadecer sin hacerlos detestar”.

Racine murió en 1699 de un absceso de hígado. Sus obras, a más de tres siglos de distancia, gozan de buena salud y así seguirán. Andrómaca confirma ese diagnóstico. Las pruebas están a unos clics de distancia o bien en los estantes de la librería o de la biblioteca. Hay opciones incluso de encontrarlo de segunda mano a un precio tan accesible como 40 devaluados.

ACCIÓN

La acción transcurre en Buthrota, ciudad del Epiro, allí donde Pirro es rey. Orestes, hijo de Agamenón, pastor de hombres, y Clitemnestra, arriba en misión diplomática para plantear al soberano la simple disyuntiva del “cooperas o cuello”. El niño de la discordia es Astianacte que, gracias al ingenio de Andrómaca, consigue engañar al ingenioso Ulises, sobrevive a la hecatombe de su pueblo. Grecia teme al linaje de Héctor príamida y observa con ojos recelosos la compasiva protección que le brinda el monarca epirota. Pirro no está por la labor y manifiesta su sorpresa de que “un pueblo grande y victorioso / De un tierno niño el vil asesinato / Se digne decretar”.

Ese es, digamos, el asunto de política internacional ligado al verdadero conflicto, el de las emociones, una cadena de impulsos amorosos mal correspondidos. Porque Orestes no viaja a Epiro tan sólo para exigir la muerte del troyano; su auténtica motivación es ver de nuevo a Hermíone, la hija de Menelao y Helena. Orestes ama con ciega pasión (se dice dispuesto a robarla o morir); Hermíone también está violentamente enamorada, pero de Pirro; el rey, a su vez, no disimula su corazón enfermo, uno que sólo pueden curar los favores de Andrómaca. La viuda sufre herida de muerte, y su afección no tiene cura, no en el mundo de los vivos. Si todavía respira es para cuidar de Astianacte.

El desarrollo de la historia es un vaivén de juramentos y compromisos; en un momento parece que Orestes conseguirá abandonar Epiro junto a su amada; en otro, se da por hecho que Hermíone verá cumplido su deseo de consumar dulce himeneo con el héroe de su adoración; al siguiente, Pirro dicta una sentencia que confirma lo anterior, sólo para dar marcha atrás en cuanto presiente que Andrómaca por fin rendirá la plaza. La viuda del príamida se debate entre mantenerse fiel al esposo o avenirse a garantizar la seguridad de su vástago.

El ingenio de Racine permite que todos los personajes queden retratados con aladas palabras, frases que pintan la vacilación de los corazones y la conmoción de los cerebros.

En el diálogo entre Orestes y Pirro en el que se trata el motivo oficial del viaje. El hijo del pastor de hombres presiona y amenaza: “¿Serás ingrato / Y rebelde a la Grecia?”. El poseedor del linaje de Aquiles, triunfador de la guerra troyana replica: “¿Es que acaso vencí para ser su vasallo?”.

La soberbia del monarca, sin embargo, desaparece en presencia de la viuda. Su voz pierde audacia, se pone conciliadora y dispuesta a sustituir a aquel cuya fama se exacerbó derramando sangre griega: “Una esperanza exijo de tu labio / Y al hijo tuyo serviré de padre”. No sólo eso, por ella, Pirro abrazará la causa de combatir a sus viejos aliados: “A vengar a su patria yo, yo mismo / Le enseñaré; yo mismo tus agravios / Castigaré en los griegos y los míos”.

Andrómaca no se deja deslumbrar por las promesas de Pirro, no cree en un grato porvenir: “A menores mercedes aspiramos los tristes, / oh señor: el destierro sólo os pide mi llanto”.

El gozo de leer a Racine, para quienes no leemos francés, depende de la versión que se consiga. Las citas de este texto fueron tomadas de dos fuentes: una edición disponible en línea y un texto en físico.

El documento digital es una traducción de Manuel Bretón de los Herreros datada en 1825; el otro es un ejemplar de RBA Editores de la colección Historia de la Literatura. En cualquier caso, como toda pluma clásica, la de Racine no puede fallar.

La despedida de Héctor a Andrómaca y Astyanacte, Carl Friedrich Deckler. Foto: Archivo Siglo Nuevo
La despedida de Héctor a Andrómaca y Astyanacte, Carl Friedrich Deckler. Foto: Archivo Siglo Nuevo
Astyanacte y Andrómaca delante de la tumba de Héctor, Johan Ludwig Lund. Foto: Baron Herman Schubart
Astyanacte y Andrómaca delante de la tumba de Héctor, Johan Ludwig Lund. Foto: Baron Herman Schubart

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