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Por cobrar

Alfonso Villalva P.

Por cobrar

Alfonso Villalva P.

En la vida diaria, ordinaria. La natural, la citadina, vaya, la que nos hace transitar de la sinusitis infecciosa al eufórico plan para el puente de muertos, la que nos lleva del lavado al planchado, a la compra de la despensa, los desinfectantes del retrete, el dentífrico que combate la sonrisa amarilla y el perfeccionamiento de las técnicas de la escoba y el recogedor. Esa ostensible a todos, la que proyectamos en el bar del jueves por la noche, la que nos arranca sonrisas gigantes falsas cuando decimos que nos va “perfecto”.

En esa vida, donde en todos los espacios en los que nos encontramos, sean de mayor o menor confinamiento -el elevador de la oficina, el cubo de las escaleras del apartamento, la tribuna fiera en el partido del domingo, la cola para entrar a un concierto de Bad Bunny, la mesita del desayuno con tu pareja de años, en fin-, en los espacios decía, en los que a pesar de estar cuerpo a cuerpo, aliento con aliento, nunca hay manera de distinguir los talentos artísticos de las facultades matemáticas, donde no existe el bien ni el mal, ni para diablos que serviría.

En esa vida, ella, él, ellos, son lo que son. Lo que tú y yo somos ante la crisis que se presenta cuando se apaga el boiler a las seis de la mañana, cuando no hay leche para los chococrispis. Igual. Gente ordinaria, insípida, común, sudorosa, olorosa.

Todo se transforma cuando ella, cuando él, cuando tú, cuando ellos en conjunto -preferentemente en tercera persona-, cruzan el umbral de la normalidad y salen por esa puerta de su guarida habitacional, llevando como única pieza de equipaje, las monedas que pagan transporte urbano de mala calidad, de ida y de vuelta, algo para comer, algo para beber, pero sobre todo, junto con un amasijo de sueños rotos, cuentas por cobrar al establishment, a sus padres, a los maestros severos que les reprobaron, a los señoritos perfumados que tienen trabajo, casa con hipoteca a treinta años, coche híbrido y un VTP al año para disfrutar las costas mexicanas.

Sí, por cobrar las parejas que les abandonaron, que les engañaron; los amores que les ignoraron, los amigos y socios que les traicionaron... ¡Todo fue culpa de alguien más! -seguro mascullan entre trayecto y trayecto regurgitando la hiel de la envidia, el dolor, la revancha insatisfecha.

En esa vida normal, la diaria, la cotidiana, todo parece ser así excepto por la idea clandestina de revancha, de venganza, de dejar las cuentas iguales arrancando a otros lo que ella, o él, jamás tendrán, jamás serán. Sí, el resabio clandestino, pero permanente, profundo, indeleble. Sin sentido ni razón aparentes, como en un estado de adormilamiento, pero tan presente esa idea atroz, tan llena de efervescencia cuando ella, o él la sienten, que a la primera provocación es capaz de convertirla a ella, a él, a ti o a nosotros, en un basilisco de proporciones descomunales, letales.

Por supuesto que por allí están los monitores de siempre, alentando y alimentado a ese brote cancerígeno de revancha que inadvertidamente para él, para ella, los utiliza como fichas de tablero de damas chinas o peor.

Más que un beneficio económico, él, ella, son alimentados con una falsa causa legítima que satisface sus apetencias vengativas contra la sociedad, ese establishment al que me refería; alienta sus revanchas personales, su enojo filial y, desde luego, su falsa definición de activistas trasnochados –esos cuya causa de lucha se define con lo que suene de moda, lo que una banda musical acuñe como estribillo, lo que tome forma de hashtag en las redes sociales-. Son hijos del neoliberalismo que les ha dejado huérfanos de sentido gregario, de inclinación espiritual, de autoestima y de arropamiento de sus vidas. Los mensajes apelan y logran con facilidad, engancharlos merced a una irresistible oportunidad de ser protagonistas del caos escandalizante, de generar la estridencia en la normalidad, de mentarle la madre soez y arteramente a la autoridad y a todo lo que se parezca a ella.

Se dejan llevar a creer plenamente, con todo el ímpetu de su juventud, cualquiera que sea la causa del día pero que les permite plantarse en la plataforma de la anarquía. De gritar y lacerar la propiedad privada, increpar al que tiene más -aunque no sea en proporciones materiales-. Al que pertenece a lo que él, ella, en el fondo, quisieran pertenecer.

Ella, él. Ellos, la tropa, la carne de cañón. La juventud que se expone a la furia del choque, al riesgo de las bombas molotov, a los macanazos de seguridad pública, a la pérdida de miembros del cuerpo, a la madriza policiaca de rigor, al encarcelamiento. La misma que se avienta el tiro para pasar droga al otro lado en la panza, a distribuirla en la secundaria y en la prepa, a organizarle el mitin al diputado en turno. Lastimera representación de su anonimato que es precisamente el móvil visceral que los lleva a la calle a decir que allí están ellos, para permanecer siempre así, desconocidos, ignorados.

Su ironía consiste es ser utilizados nuevamente, sin nombre propio, abusando de su ignorancia, su falta de educación, su ausencia de vínculo familiar, todo enarbolado en esa idea de ser libres, y únicos, y tener el derecho de terminar con el pasado, con las ataduras. Ese abandono de su propia inteligencia para garantizar que, siempre que alguien con intereses ocultos así lo requiera, pueda echar mano de muchachos aguerridos y anónimos, que embozados con un trapo bajo las narices, en un avatar en el Twitter, en un coche afuera del estadio universitario o con un revólver fajado al cinto, estén dispuestos a jugarse el esqueleto liberando su sanguinaria revancha social, creyendo son sus propias cuentas por cobrar, luchando por supuestas causas legítimas, que ni ella, ni él, quizá nadie, comprenderán jamás.

Twitter: @avillalva_

Facebook: Alfonso Villalva P.

 

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