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Vástagos de la Revolución

Alfonso Villalva P.

Vástagos de la Revolución

Alfonso Villalva P.

El pozo no tenía agua, y Juan se resignó a recorrer los siete kilómetros que separaban su pequeña granja de la toma municipal. Después de haber padecido como nunca en las últimas secas, Juan había perdido todos sus animales de carga. Echaba de menos a la mula, pero al buey era al que más extrañaba, porque además de representar su única opción para no arar a mano limpia, lo llevaba consigo a la toma de agua de vez en vez, y acarreaba agua suficiente incluso para bañarse, incluso para el retrete.

Echó a andar con un movimiento mecánico, prácticamente sin conciencia de sus movimientos, resignado a cargar los dos cubos vacíos de ida, a reventar de vuelta. La brisa helada de la mañana endurecía sus facciones renegridas por el sol, los surcos prematuros que atravesaban su rostro de resignación y quietud. Juan caminaba con paso lento sobre la vereda agrietada, levantando una pequeña nube de polvo tras sus pisadas.

Con la mano derecha, sacó del bolsillo de la camisa blanca de algodón la vieja credencial que le otorgaron al abuelo como miembro de la Secretaría de Guerra, sin cargo ni rango, simplemente, con el derecho a cobrar una pequeña pensión, congelada, nominal, que nunca sufrió ajustes ni con la inflación, ni con el paso de los años. La pensión –mas bien la credencial-, era la única recompensa de la Nación por haber luchado de la mano con el Centauro del Norte, por haber padecido hambre, por haber vivido hacinado en los furgones del ferrocarril tantos años, entre tanta miseria, tantas cochinadas, por haber recibido dignamente siete balazos de los pelones, por haber creído en el sueño de justicia que a tantos llevó a la trinchera, que a tantos entregó a la muerte.

El abuelo de Juan, en realidad, nunca tuvo tiempo de razonar cuando se incorporó a la bola. Simplemente, el General Villa le dijo desde su caballo que ya estaba bueno pa’luchar, que ya tenía panza correosa pa’guantar un fusil. Ya después, con el paso de los meses, los años, las aventuras a caballo y las batallas incesantes, el abuelo comenzó a entender las causas de la lucha; comenzó a compartir el coraje colectivo, asumió por fin la frialdad del asesinato -en la batalla o a sangre fría-, bajo la bandera de “mueran los ricos, los hacendados, los explotadores”.

Como el abuelo de Juan nunca llegó a ser oficial de ningún ejército, nunca paso de ser carne de cañón de la tropa, nunca pudo rozarse con los generales, tampoco pudo convertirse en catrín post revolucionario, allá en los veintes, para tomar, aunque fuera un pedazo del botín que repartió Obregón, que estructuró Calles que administraron los que siguieron. Por eso sus hijos y nietos permanecieron viviendo allí, en la vieja granja de dos hectáreas, barbechando la tierra, muriendo de hambre y disentería, con el orgullo bien clavado en el pecho, de ser vástagos de la revolución.

Juan sonrió lacónico al ver la fotografía del abuelo duro y rezongón, la guardó cuidadosamente en el bolsillo de su camisa blanca de algodón, y sin entender por que las cosas seguían igual, siguió andando hacia la maldita toma de agua municipal. 

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