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La furia de Kukulkán

Alfonso Villalva P.

La furia de Kukulkán

 Alfonso Villalva P.

¿Cómo te imaginarías la conferencia de prensa de un arqueólogo, en vivo desde la Península de Yucatán, digamos en el año 2200 después de Cristo? Sería, anticipo, mediante alguna especie de YouTube virtual -implantado en los cerebros terrícolas al nacer, por médicos y enfermeras cibernéticos-, transmitido por una internet que para aquellos entonces galoparía al través de las partículas del aire –muy dúctiles por sus altos contenidos de metales y metano-, en cuarta dimensión quizá, con la capacidad de transmitir hasta los olores del cuerpo sudoroso de quien dedica su vida a rascar la tierra bajo el sol; su saliva lanzada al horizonte al pronunciar con algún acento nórdico las pes, las bes y las kas de nuestro castellano post moderno.

Imagina la cara de what de ese arqueólogo del futuro, quizá rubio y con algún sombrero reminiscente del icónico y comercial Indiana Jones, describiendo al mundo dentro de unos doscientos años, como se encontró -rascando entre gruesas capas de tierra, arena, hojarasca, que para ese entonces hubiesen sepultado nuevamente las ruinas del templo de Kukulkán y de todo el conjunto del sitio arqueológico de la milenaria ciudad de Chichen Itzá-, se encontró, decía, sorprendentes hallazgos que cambiarían para ese entonces la comprensión de lo que fue el mundo Maya dejado ya muchos siglos atrás, y la supuesta civilización que terminó habitando Mesoamérica después de una conquista centenaria y europeizante, revoluciones institucionalizadas, cristiadas, desarrollos estabilizadores, milagros mexicanos, guerras contra el narco, autodefensas, “memes” virales, la solución somos todos...

Imagina a un tipo de ojos azul metálico, barbas tipo hipster y con algún nombre exótico con muchas más consonantes que vocales, o algo más sencillo sin dejar lo exótico como Knut, Bjon o Hollaender, explicando, por qué las decenas de millones de dólares invertidas en su investigación por universidades europeas y estadounidenses y el trabajo incesante de años de su cuadrilla de arqueólogos, se había ido directo y sin escalas a la mierda, pues todo el sitio fue corrompido, contaminado, pervertido e irremediablemente impactado, doscientos años atrás, por unos habitantes peregrinos que presumiblemente montaron y explotaron, con la venia del “señor encargado del sitio”, mercados sobre ruedas de todo tipo de productos, figurines y calendarios hechizos de otras latitudes y épocas, comercio pirata alusivo a culturas extrañas al mundo Maya, a la herencia de los Itzáes.

Explicaría un arqueólogo serio, la furia de un Kukulkán probable, que despepitaba de la perversidad y estulticia de quienes habían convertido en letrina y tiradero a cielo abierto una joya de la arquitectura precolombina que daba, al menos antes de la invasión provocada por el “señor encargado del sitio”, para sonar con teorías de vinculación entre civilizaciones milenarias que se comunicaban entre ellas, que adoraban a una diosa mujer, comprendían el cosmos y las matemáticas de manera magistral y que celebraban festejos similares en las mismas fechas de calendario que coincidían con solsticios, equinoccios y temporadas de cosecha. Todo p’al carajo…

No sé lo que haya sucedido allí específicamente -diría nuestro hipotético Indiana Hollaender, o Knut Jones-, pero todo indica que alguien tomó la peregrina decisión de nombrar como depositario, guardián, custodio de un gran patrimonio cultural, histórico y artístico -que por cierto, había sido reclamado por un organismo de la época llamado UNESCO, como patrimonio de toda la humanidad- a un redomado gilipollas cuya ignorancia supina y extrema frivolidad prohijó la acción colectiva de desprecio a la historia, la estética, el arte y el conocimiento, a cambio de mezquinos puños de dinero que solamente representaron la afrenta del legado de Itzamná, Chaak, Ixchel, Ixtab y los demás.

El guardián de marras, en la época Director del Sitio Arqueológico, decidió en algún momento –ya para el 2200 la ciencia podría determinar que habría sido entre julio y agosto de 2020-; en algún momento, decía, decidió el mentado Director éste, con absoluta ignorancia e impunidad, convertir el pasado glorioso de Yucatán en una vulgar plaza del regateo de baratijas, en un muladar (Real Academia de la Lengua “Aquello que ensucia o inficiona material o moralmente”). El guardián del sitio cuyo nombre desconoce el arriba firmante y que ni en doscientos años, ni en uno más, a nadie importará un pimiento, a no ser por el daño cultural infligido, a no ser por el hecho de que, seguramente, después de acabar con Chichen Itzá, a alguien, acaso más cretino aún, le parecerá simpático darle otro nombramiento.

Chichén Itzá. Nada como hoy, ahora. Ayer pues, y mañana. El sitio, otrora epicentro de una civilización imponente que entre votos electrónicos y euforia, fue investido popularmente como una de las siete maravillas del mundo moderno. La maravilla Maya que hicimos mexicana, enclavada en un terreno inexplicablemente aún de propiedad privada, lo que engrosa escándalo, controversia y sospechas, y que pierde vertiginosamente hasta sus sacbé en las fauces de la voracidad, la incompetencia.

No, no, no. No te equivoques en tus juicios a priori –hubiese advertido quizá el arqueólogo del futuro- calificando de inepto y corrupto al responsable de ésta catástrofe cultural, ya perdida seguramente mucho antes de nuestra hipotética conferencia de prensa en 2200 después de Cristo. Quizá fue, simplemente, antigua alquimia, conocimiento profundo reservado a una casta singular, capaz de transformar elecciones, crear puestos fantasma, evaporar casas presidenciales, convertir una olimpiada en luna de miel e intercambiar poder entre partidos políticos incrustados en el erario como garras de Chac-mool. Una alquimia capaz de transformar un centro magnífico de la civilización Maya en un muladar… Una vez más, como solo ellos sabían: tu patrimonio hecho mierda… Fin de la conferencia de prensa.

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