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Flagrante Traición

Alfonso Villalva P.

Flagrante Traición

Alfonso Villalva P.

Tú siempre lo dijiste bien claro. Lo repetiste hasta la saciedad, desde los lejanos recuerdos de mi infancia escucho retumbar la sentencia que volví a oír de adolescente, de bachiller, universitario, joven profesionista y recién estrenado papá. No hay duda, pues hasta las mismas palabras usaste en cada ocasión, como si quisieras que nadie se equivocara, como si esperaras que, a fuerza de repetición, se volviera una premisa inviolable en la mente de tus hijos.

Yo creo que era, al final, una advertencia que nunca entendimos como medida de prudencia, como aviso de preparación. La verdad es que yo siempre te oí decirlo, pero quizá, como reflejo mecánico, algún día dejé de prestar atención, simplemente, dejé de escuchar.

Era tan remoto pensar que tus palabras cobrarían significado alguna vez, tú sabes, los estudios en el extranjero, tantos viajes por aquí y por allá, los reconocimientos profesionales, todo eso que, en verdad, te da la convicción legítima de que puedes anticiparlo todo, de que puedes medir el riesgo bajo cualquier circunstancia, de que las cosas ocurrirán cuando tengas tiempo.

En los últimos días he blasfemado más que en toda mi vida entera, y he maldecido mi estampa, mi profesión, la inmundicia del mundo trivial en el que socializo habitualmente, a toda la corte celestial y especialmente, a mi arrogancia, por creer que controlo las cosas y los eventos, sobre todo ante mi total ausencia de capacidad para prever que eso que nos repetiste tantas veces, algún día no tan remoto, cobraría un sentido brutal.

Han pasado ya casi siete horas desde que ese hombrecillo vestido de blanco y azul salió resuelto de esta sala -o cubículo, o como diablos se llame el recinto este de cuatro por tres en el que estamos tú y yo ahora-, salió, decía, con un gesto de verá usted, misión cumplida, así son las cosas y tal. La sentencia es definitiva: clínicamente, científicamente, humanamente, estás prácticamente al otro lado de la barda, llegando al final del túnel, en la antesala de la solución final; es decir, no tienes la más remota posibilidad de recuperar tu estado vital ordinario.

Pero no se preocupe tanto, verá –dijo el médico con una frialdad escalofriante- que no es que haya urgencia, ni necesidad de correr a conseguir un cura que le proporcione a su padre la extremaunción. Esto es un tema de tiempo, resistencia y voluntad de Dios –así dijo el infeliz-. Probablemente tengan ustedes dos, tres o hasta ocho buenos meses en los que, mediante visitas regulares bien programadas en horario prefijado, puedan rendirle sus últimos homenajes al viejo, aun cuando no dará más signos tangibles de percibir su presencia que aquellos que se desprenden del cardiógrafo y del aparato de respiración asistida que le hemos clavado por la nariz hasta lo más profundo de su orgullo.

Yo decidí quedarme aquí, a tu lado, sin saber claramente porqué. Todos se han ido a descansar un poco, a comer algo, a intentar diluir el impacto emocional que les provocó la sentencia del doctor. Te he visto fijamente a los ojos durante todas estas horas, comprendiendo que este es el momento de ejecutar la vieja y repetida sentencia: “si no he de vivir por mis propios medios, pues que me lleven al infierno si es preciso, antes que aceptar la indignidad de continuar respirando artificialmente por un asqueroso tubo”.

La sentencia implicaba que yo debiera tomar la decisión en caso de que el evento se presentara, pues claro, tú ya no estarías en condiciones de girar las instrucciones pertinentes. Y ya ves, tu hijo con maestría en el extranjero, con habilidades matemáticas asombrosas, bueno para el deporte; el práctico que siempre presumió de poder tomar decisiones con solvencia y determinación, el mismo hijo que siempre fue muy gallo para los trompones y para enfrentar lo que fuera, está mirándote a los ojos, llorando sin parar, hecho una mierda, y sin posibilidad de saber qué es lo que debe hacerse en este caso.

Claro, si tan solo pudieras hablar, seguramente que lo menos que me dirías es que soy indeciso, pusilánime, y cualquier otra cosa que el florido diccionario pueda ofrecer como sinónimo de cobardía. Me dirías que la sentencia repetida durante toda mi vida era una orden inapelable y que yo no estoy en posición de cuestionar tus órdenes, especialmente cuando se trata de tu propia vida.

Pero finalmente creo que, a pesar de ello, mi situación es injusta porque mi naturaleza humana me obliga a pensar que existe una esperanza, que sería tanto como asesinarte ordenar que te quiten los tubos –o quitarlos yo mismo en caso de resistencia por parte del personal médico-, especialmente cuando nunca sabré si hubieses podido recuperar algo de tu vitalidad, cuando estoy seguro que ya me jodiste para siempre, pues, o viviré el resto de mis días pensando en que en un momento dado decidí acabar con la esperanza de recuperarte, o decidí mantener tu corazón latiendo mediante un computador, en flagrante traición a lo que durante toda tu vida fue una decisión tomada.

Twitter @avillalva_

 Facebook: Alfonso Villalva P.

 

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