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Una puerta jarocha

Alfonso Villalva P.

Una puerta jarocha

 Alfonso Villalva P.

 A Jorge Santoyo, amigo entrañable

Estabas, ¿cómo explicarlo? En un estado de trance. Sí. Eso es. Como si por un lapso indeterminado de tiempo tus neuronas se hubiesen paralizado, se hubiesen vaciado de tu cuenca craneana; como si estuvieses bajo los efectos de las ministraciones sucesivas o consuetudinarias de algún brebaje preparado por un maestro de Catemaco. Sentías el dolor y la ausencia, estabas, como ya era costumbre, teniendo un encuentro íntimo con la soledad.

Esa soledad desarrollada desde adolescente, desde niña quizá, desde que comenzaste a recibir las migajas y las sobras de la vida, y tú, en tu inexplicable desesperación, las tasaste, las representaste -¡las recibiste!-, las imaginaste, como una representación material del príncipe azul que en un corcel blanco te rescataba de la torre del averno, ese averno que confeccionó tu circunstancia involuntaria, los excesos y la indolencia de tu alrededor.

Estabas como quien se recupera paulatinamente de un aquelarre salpicado de pellote, del auténtico, del que probaron Dylan, Morrison, Lennon –según se dice-, del que solamente se puede conseguir en las tierras sacramentadas de María Sabina, allá por Huautla, en los santuarios de San José del Pacífico, en la Sierra Mazateca.

Como si fueses uno de sus niños, los de Sabina, que quizá en realidad, eso era lo que necesitabas para abrir las proverbiales puertas de la razón o de la mente, para encontrar el fondo de tu alma perdida, así como acostumbrabas encontrar a la soledad en el fondo de las copas que vaciabas sistemáticamente en el Bar Palacio –y en algunos otros-, en los portales del centro de Veracruz.

Era como si estuvieses subyugada por los deseos irrefrenables –quizá inconfesables- de un psiquiatra hipnotizador, de esos que también hay por allí, de esos que ya aprovechando tu inconciencia, tu voluntad a la deriva, regodean sus más mundanos morbos y apetencias a la hora de sentir el poder de conocer los entresijos de tu conciencia, a la hora de llevarte a confesar, a voluntad, cualquier cosa inconfesable, incluso, las que ellos mismos pudieran sembrar en ti.

Desguanzada, extenuada, así estabas. Como si te hubieses desfondado después de tantos años de dolor, de desesperación, de creerte que lo que recibías era calidad, de no comprender que quien no conoce a Dios, se hinca en cualquier parte. Como si tu capacidad de sentir se hubiese marchitado, se hubiese aniquilado. Como si ya no pudieras amar.

Derivado del trance en el que te encontrabas, mientras posabas tu mirada perdida en el fondo de la copa de ron vacía que sostenías entre el índice y el pulgar, percibías un sonido de tambores, redoblando; tambores de muerte anunciando un final prometido, esperado, anhelado, quizá; auspiciado por una circunstancia chocarrera de la que no tenías –nunca tuviste- control alguno. Era un impulso, un deseo reprimido que sin representarlo gráficamente, se proyectaba en tu mente como un siniestro festín de sangre, de terminación fatal.

A pesar de que la música que se reproducía en el sonido local era de corte más bien grupero –incluso de marimba-, en el santuario a la soledad en el que te encontrabas, retumbaban parches funerarios que solamente traían a flote unos deseos irrefrenables de terminar con la profunda tristeza que estremecía, convulsionaba tu alma.

Pero aún allí, quizá por instinto, levantaste la mirada y encontraste por accidente la cúpula del campanario de la parroquia jarocha, y sentiste como un shock eléctrico, como si María Sabina te visitase personalmente y con su pellote, sus rituales chamanes, su sabiduría milenaria, te extirpara un rayito de razón, y te lo mostrara, cara a cara, y te hiciera comprender que tasajear la cara anterior de las venas de tus muñecas nunca ha sido salida del corazón, que solamente quien se acobarda es capaz de eludir el reto de vivir de esa manera, que el suicidio es una mariconería que ni en los avernos de Dante es excusable.

Pediste otra copa de ron, como volviendo a la realidad. Y te desperezaste. Fuiste al baño para orinar copiosamente, y cuando regresaste a la mesa de los portales, del bar Palacio ubicado en el zócalo de Veracruz, comenzaste a comprender que enfrentar la verdad y vencerla, tampoco es un acto que involucre un efecto sanguinario existencial. Que quizá enfrentarlo y aceptarlo, es simplemente una nueva oportunidad de ocupar las puertas de la razón para comenzar de nuevo, para tener derecho a ser parido una vez más, por esa tierra Veracruzana, esos paisanos Jarochos que no merecen ya más, seguir siendo rehenes, así...

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