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Días Desiguales

Alfonso Villalva P.

Días Desiguales

 Alfonso Villalva P.

Desde mi ventana puedo observar todo el valle en el que se desplanta la ciudad de San Miguel. La Parroquia de San Miguel Arcángel se recorta en el horizonte en un atardecer eterno cuyas reverberaciones generan destellos multicolores. Puedo imaginar los olores que seguramente a esta hora han de percibirse en las calles empedradas, han de sorprender al doblar las esquinas: espumoso chocolate con leche, churros, gorditas y tacos, sopas de elote y chiles largos.

Me he quitado la ridícula cobija de lana que la enfermera acostumbra colocarme todos los días en el regazo, una vez que me ha instalado en mi silla de ruedas. La verdad, nunca he entendido la razón por la que a los inválidos en silla de ruedas -así me llamo a mí mismo, inválido- nos cubren las extremidades inferiores. Quizá sea una costumbre arraigada para ocultar un poco la desgracia, para evitarle al desdichado usuario de la silla de ruedas, mirar en directo un par de piernas insensibles e inútiles para caminar, o mirar el hueco en el que, alguna vez, hubo precisamente eso, piernas para caminar. Quizá sea, simplemente, una imitación irreflexiva de lo que pudiera ser un estándar en el cine convencional de Hollywood.

La verdad, no me puedo quejar. En mis circunstancias, tengo el agrado de que la enfermera cumple su trabajo con puntualidad, me dispensa algún mimo esporádico, y hasta realiza algunos servicios complementarios y extracurriculares, muy bien apreciados por mí, y generosamente remunerados.

Esta cuestión de cavilar acerca de todo y acerca de nada, es simplemente mi actividad cotidiana. Es cierto que devoro libros en cuatro idiomas distintos, y también que, de vez en cuando, me dejo mediatizar por el canal de las estrellas, por la parafernalia del Youtube y Netflix, por la pasión del fútbol, por el estruendo de los canales de videos musicales. Pero nada es mejor que las interminables horas que paso junto a mi ventana abierta, con la mirada clavada en el barroco que cunde el centro de la ciudad, el extraño estilo de San Miguel Arcángel, el pulular de los inmigrantes ilegales güeritos y con dinero y la mente perdida en todo y en nada, en la reflexión de lo que no se puede reflexionar.

Así son los días, todos, o casi todos, porque hay días desiguales, hay días difíciles, hay días en los que siento una especie de rencor hacia la sociedad, hacia los que están de pie, como si ellos hubiesen tenido algo que ver con mi decisión, o indecisión, de perderme en los psicotrópicos y los excesos etílicos hasta ser capaz de generar el choque diabético que tuvo su desenlace en una sala de quirófano, con una especie de motosierra que despidió para siempre a mis dos únicas posibilidades para seguir de pie: mis adoradas piernas. Y claro, recuerdo que la buena noticia me la dio el médico dos meses después, gracias a la cirugía, al tratamiento y al hecho de haberme transformado en una especie de conejo humanoide que solamente consumía por la boca vegetales y jugos de verduras; gracias a eso, decía, pude salvar la vista, y la vida, claro está.

Y se vuelven difíciles los días porque a pesar de que han pasado más de diez años, aún siento en el pecho el dolor y el resentimiento por esos días desasosegados que, en un diciembre regular y sin señas particulares, se transformaron en el artilugio que me envenenó el alma, a un punto tal que, desechando el suicidio como opción –hubiera sido una cobardía y una afrenta-, decidí entregarme de forma metódica e irreversible, a la herencia degenerativa y sintética del dios Baco, y de sus vasallos materializados en dosis diarias de a doscientos pesos.

Hoy es, en definitiva, uno de esos días difíciles, desiguales, aparentemente imposibles de superar. Hoy recuerdo vívidamente, con una oclusión en el pecho que me dificulta respirar, que mi maldito orgullo me separó de Isabel, precisamente, tres horas antes de que, según dicen, por confusión, en la esquina de las calles de Insurgentes Sur y Baja California de la Ciudad de México, en el fuego cruzado del enfrentamiento callejero entre unos sicarios del cártel de no sé qué madre, Isabel tomo tres trozos de metralla en la región abdominal, suficientes para vaciarla por dentro mucho antes de llegar a un hospital.

No. Esa tarde antes de su tragedia no me despedí de ella, sino que la insulté, le grité frustrado y encaramado en mi incapacidad de macho para reconocer que la quería, para decirle, te necesito, chula. Para explicarle en términos concretos que ella era la motivación de cada mañana para despertar, la bandera ante la que mis sentidos se cuadraban, el símbolo de mí patria que estaba delimitada por los extremos de su piel tibia y morena. Para decirle a Isabel, que lo que yo sentía por ella era un amor apasionado difícil de igualar, que era tan significativo, que el simple hecho de percibir su mirada generaba en mí la tan ansiada complicidad que cualquier mortal requiere para sobrevivir.

Lo siguiente que vi de Isabel, fue su mortaja al día siguiente. Lo siguiente que pronuncié frente a Isabel, fue una maldición del carajo que marcó el inicio de mi desbocada perdición en la insensibilidad y el adormecimiento de las drogas y el alcohol.

Hay días difíciles y desiguales aún en una apacible ventana con vista a la Parroquia de San Miguel Arcángel de Santa Prisca. Hay días difíciles que garantizan una lluvia sin fin de días difíciles en nuestro porvenir. Hay días difíciles en los que la garganta se rehúsa a emitir el más mínimo ruido. Hay días difíciles aún para un inválido que requiere de su enfermera para rodar de un extremo a otro de la habitación y sentir un poco de acompañamiento carnal antes de enloquecer. Son días difíciles para un inválido que, por no dejar, dejó toda su vida ahogada en la mierda de un día difícil.

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