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Contra el Museo Arocena

Carlos Castañon

Armatoste

Indudablemente, una de las mejores obras del Ayuntamiento de Torreón tiene que ver con el rescate del Centro Histórico. Durante años el abandono en calles, edificios, comercios y paseos, se arraigó por todos los rincones.  Administraciones municipales fueron y vinieron, pero el problema del Centro seguía ahí, incluído el siempre complicado y espinoso comercio informal. Algunos gobiernos intentaron hacer algo, otros simplemente no les interesó. Por eso resulta loable el logro del alcalde José Ángel Pérez Hernández de retirar a los ambulantes, pero también de iniciar una serie de remodelaciones al espacio urbano por excelencia. En lo personal apoyo y apruebo el desarrollo del proyecto, incluso hace algunos meses escribía en esta misma columna sobre los beneficios de la dignificación de nuestro espacio público (6-V-08). Sin embargo, hay algo en lo particular que no armoniza con el espíruto del proyecto, y que lejos de dignificar la imagen urbana, la contradice, la niega. Se trata de la instalación de seis módulos con espacio para 18 comerciantes informales en la calle Cepeda, entre las avenidas Hidalgo y Juárez. Justo en el corredor del inmueble cultural más relevante de la ciudad: el Museo Arocena.

Desde su inauguración en agosto de 2006, el Museo se ha convertido en un auténtico catalizador de la cultura en la región, las actividades que ahí se desarrollan, el espacio que ofrece a los laguneros, la calidad e importancia de sus obras, le han aportado a Torreón una gran riqueza inusitada por estas latitudes. Incluso, gracias al Arocena la ciudad, la región cuenta con un espacio digno de cualquier metrópoli. El Museo no sólo no ha retornado a los laguneros al Centro, sino además ha dado a la ciudad una referencia nacional e internacional. Tan sólo en dos años de actividad, ha recibido más de 200 mil visitantes, entre ellos, miles de niños.


Por mal cálculo, falta de planeación o pésimo gusto, el Ayuntamiento está a unos pasos de desvirtuar una de las zonas más simbólicas de la ciudad. ¿Se imagina ustedes unos tabaretes a las afueras del Metropolitan o del Museo de Arte Moderno en Nueva York? Ya no nos comparemos con Francia y su fenomal Louvre, simplemente veamos el rescate del Centro en la Ciudad de México. Ni siquiera en la “ciudad de la esperanza”, terreno fértil para informales y multitudinarias marchas por el petróleo, se ha tenido el mal gusto de permitir la instalación de comerciantes informales en los principales museos y patrimonios culturales como el Museo Nacional de Arte, el Palacio de Minería, el Palacio de Bellas Artes, San Ildefonso. 

Hay que tener respeto por la historia y lo que materialemente nos queda de ella a través de sus edificios, es lo que tenemos y debemos ciudarlo. En la esquina de Hidalgo y Cepeda está uno de los edificios más bellos y elegantes de La Laguna: el Edificio Arocena. Fue construido hacia 1920, y es una verdadera joya arquitectónica, que hasta conserva, como fiel testigo, su propio elevador. Hacia la Juárez se encuentra otro emblema histórico, el antiguo Banco de La Laguna, un edificio construido con acero y cantera, signo de la modernidad y la bonanza algodonera hacia 1912.


A lo que quiero llegar es a plantear una pregunta que no resulta trivial: ¿Qué clase de ciudad queremos y de qué manera la vamos a proyectar? ¿Porqué así y no de otra manera? No me opongo a la remodelación, ni tampoco a sus fines, pero sí debemos de cuestionar con crítica, con honestidad, la pertinencia de colocar ahí los módulos para los informales, ahora convertidos en vendedores de dulces y artesanías por el Director de Obras Públicas, Aniceto Izaguirre. Quizá el funcionario esté inaugurando una “nueva tendecia urbanística” para nuestra ciudad, porque la tendencia en las ciudades mexicanas, en el mundo es otra. Mientras las cosas van para un lado, nosotros vamos para otro. ¿Nos sería mejor aceptar el error y cambiar de opinión? ¿Acaso nos es de sabios reconsiderar? ¿No estará comprando un nuevo pleito, en pleno año electoral el Ayuntamiento?
A todo esto, es fecha de que no sé de la defensa, aunque sea indirecta, del INAH, ni tampoco del INBA y mucho menos de la gris Dirección Municipal de Cultura. ¿Dónde está también  la opinión de Ruth Idalia Ysais Antuna, presidenta de la Comisión de Educación, Arte y Cultura del Cabildo?
Se trata, como dijera uno de mis maestros en la universidad, Jesús Silva Herzog Márquez, de la negación de la belleza pública. “El problema, escribe acertadamente el crítico, no es lamentación de decoradores. La fealdad que nos hemos empeñado en promover es un problema urbano, cívico. La belleza no es un lujo, un reclamo superficial que no debe distraernos de lo verdaderamente importante. ¿No tenemos algún recurso frente a la imposición de la fealdad?”
Esta columna apoya y se solidariza con la directora del Museo, Rosario Ramos, quien no ha dudado en manifestar su oposición, pero también su preocupación y apertura por alcanzar un acuerdo donde se beneficien las partes.

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