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La ventana indiscreta

Diana Miriam Alcántara Meléndez
Diana Miriam Alcántara Meléndez

No es lo mismo ver que observar, o que mirar. Porque la observación implica prestar especial atención; examinar con detenimiento, lo que conlleva análisis y conjeturas, pues requiere investigación y juicio.

El observador explora y reconoce, advierte, y por lo tanto, se vuelve un ente significativo en la ecuación, por lo menos de manera indirecta. No significa que toma partido de forma activa en la escena, significa que con su análisis interpreta, lo que le da un sentido a la acción, uno de muchos cabe mencionar, según la variedad de formas como se pueden explicar los hechos, los datos o los procesos.

Todo esto entra en juego de forma práctica y dinámica en la película La ventana indiscreta (EUA, 1954), dirigida por Alfred Hitchcock y escrita por John Michael Hayes, basándose en la historia corta de Cornell Woolrich titulada ‘It Had to Be Murder’ (Tenía que ser asesinato).

El filme, que fue candidato a cuatro premios Oscar (mejor director, fotografía a color, guión adaptado y sonido), está protagonizado por James Stewart, Grace Kelly, Wendell Corey, Thelma Ritter y Raymond Burr. Trata de la historia de un fotógrafo solitario, Jeff, quien, tras un accidente, termina con una pierna enyesada, por lo que tiene que pasar día y noche encerrado en su departamento, reposando, en pleno verano. Sin nada más que la monotonía de su día, el protagonista decide encontrar distracción mirando a otros a través de su ventana, con binoculares y cámara fotográfica en mano; sus vecinos, quienes viven en la propia cotidianeidad de su rutina.

Un día, sin embargo, el fotógrafo, después de notar los patrones de comportamiento de cada uno de sus vecinos, repara en algo extraño en el actuar de un hombre que vive en el edificio de enfrente. Cuando de pronto deja de ver a la esposa de este señor dentro de su casa, donde vivía también, pegada a la cama, probablemente enferma, Jeff comienza a sospechar que algo turbio pudo haber pasado.

El protagonista se imagina el escenario más fatalista, basándose en la evidencia que tiene enfrente, que no sólo mira, sino observa, meditando sobre cada detalle y comparando el cambio de rutina. El esposo limpiando y guardando unos cuchillos y una sierra, empacando toda la ropa de la mujer, cerrando constantemente las persianas de su casa, a pesar del atrofiante calor que tiene a todos los habitantes de los edificios aledaños con las ventanas abiertas de par en par para que circule el aire y la habitación se ventile; la evidente ausencia de la mujer.

Jeff comienza a trazar conclusiones, suponiendo los posibles escenarios, indagando la gama de probabilidades de lo que pudo suceder, con el grado de imaginación y deducción que esto implica. Entonces le cuenta todo a un amigo, un detective, pero éste no le cree, en parte por la dificultad de que las piezas de la escena caigan tan exactamente acomodadas como su amigo las deduce, pero también, en parte, porque él mismo sólo escucha aquello que el protagonista le cuenta, pero no lo vive de manera presencial, lo que le resta impacto, o hasta veracidad en cierto grado.

No se trata de una falta de credibilidad, es más bien falta de probabilidad. Cuando el protagonista le reclama a su amigo no hacer nada a pesar de las acusaciones de posible asesinato que éste le presenta, el otro le contesta que existen innumerables explicaciones que podrían dar sentido a lo que el fotógrafo cuenta que pasó. Que la esposa de este vecino haya salido de viaje, por ejemplo, lo que parece ser la explicación que el detective busca corroborar una vez que él mismo sigue las pistas del caso.

El protagonista descarta toda otra explicación, porque sabe que lo que ha estado sucediendo le permite unir pistas, conectar los cabos sueltos y analizar cada pieza de información que tiene a la mano: los momentos en los que vio a la pareja pelear, las salidas durante la madrugada del hombre, justo el mismo día que su esposa desapareció, las constantes llamadas telefónicas que recibía y que hacía a escondidas de la señora, entre otras. El problema es que él mismo comienza a dudar, en parte porque no tiene toda la información sobre la mesa y aún tiene que llenar los espacios en blanco, lo que puede significar un grado de error que no quiere aceptar.

En un punto importante de la historia, cuando el protagonista ha logrado convencer a su novia de que lo que dice es cierto, algo que sucede gracias a la convicción con que lo cuenta y cómo recuenta cada pista y cada pieza importante del rompecabezas (“Dime todo lo que viste y lo que crees que significa”, le dice ella en una línea de diálogo de lo más significativa y reveladora), el fotógrafo se pregunta sobre el punto ético de la realidad de lo que sucede. ¿Es su actuar correcto? ¿En qué punto ese mirar al prójimo, desde la curiosidad inocente, se convirtió en una invasión a la privacidad?

Espiar es, en efecto, observar disimuladamente en favor de conseguir información no abierta al público. Se trata de una acción realizada de manera oculta, engañando, sorprendiendo al otro en busca de ganar una ventaja u obtener un beneficio; inequívocamente, se intenta encubrirse para no hacer evidente la apropiación de información ajena. En la guerra o en la competencia se acepta como válido, aunque en el fondo significa deslealtad, cuando no inmoralidad. En este caso se presenta como algo inocente, cuando en esencia se trata de actuar con morbo para conocer la vida íntima de sus vecinos. Lo que implica, Irónicamente, en este caso, que el fotógrafo se oculta, mientras observa, para descubrir algo oculto, un secreto, uno que esconde una realidad de asesinato, o la posibilidad de éste.

Más importante aún para el protagonista, es el momento en que debe cuestionarse esta ética para consigo mismo. Si descubre un crimen y revela a un asesino gracias a haber espiado al prójimo ¿está su actuar justificado; es aún malo haberlo hecho? Lo es, porque el fin no justifica los medios. Porque querer justificarse a través de ello es querer justificar su propia morbosidad, que es el motor que lo impulsa en primera instancia a mirar por la ventana para adentrarse a la intimidad del otro, sin que éste lo sepa.
Y en este punto hay que recalcar la forma como la película expone una idea igual de interesante: lo que hacen las personas en público y lo que hacen en privado, cuando creen que nadie las puede ver, suele ser completamente diferente, o por lo menos divergir de manera a veces significativa, en ocasiones espaciada de manera abismal. Por lo demás, el derecho a la privacidad es aún algo muy valorado por la sociedad, incluso en un mundo digitalizado de vigilancia electrónica y videograbada. Vigilancia que, por el contrario, impulsan los poderes económicos y políticos para un mayor control ideológico.

Cansado de una monotonía que en su propia soledad lo ha llevado a un estado de aburrimiento, el protagonista pasa de convivir con sus vecinos, algo que debe suceder inevitablemente, tomando en cuenta que se trata de gente que habita en un mismo espacio y tiempo que él, con quienes, por tanto, por necesidad, debe establecer una relación social, por lo menos de respeto, de cordialidad, que termina por transgredir hasta rebasar la línea de la privacidad y convertirse en una especie de espía, un invasor de la intimidad, uno que responde sólo a sí mismo, a su propio capricho. La historia lo ejemplifica de una forma interesante cuando la novia del protagonista va al departamento del hombre que creen cometió un crimen.

Para Jeff no hay más que quedarse a la distancia, a observar, convirtiéndose en testigo del peligro en el que ha puesto a la chica, una vez que ella es atrapada por el dueño del departamento, donde acaba de entrar sin permiso. ¿Pero, no es esto lo que hizo el protagonista a la distancia, entrar a la vida de otros sin su autorización o conocimiento? La chica lo hace en persona, inducida además por su novio, pero Jeff lo hace con su lente y su cámara, desde la aparente seguridad de su propio departamento. Más revelador aún es que Jeff mira ansioso el riesgo que enfrenta su novia, sin advertir que en el departamento debajo, una mujer está a punto de cometer suicidio, sin que nadie, ni el joven, ni los demás vecinos, nadie se dé cuenta de la decisión que está a punto de marcar su vida.

El fotógrafo en realidad no resuelve un caso, no resuelve un misterio, más bien delata y acusa; señala. Y lo hace más porque se ha puesto él mismo en el ojo del asesino que porque sienta un deber social y de responsabilidad para hacer lo correcto. Descubrir el asesinato y descubrir el crimen se convierten en una obsesión, tanto por la necesidad de demostrar que tiene razón en sus conjeturas como por la adrenalina que la aventura puede traerle a su vida, recordando que se trata de un fotógrafo de campo, que sale a la acción, al campo de batalla o a la pista de carreras, persiguiendo lo que considera la verdad, la evidencia, la imagen captada en el momento exacto, casi in fraganti.

Por supuesto, porque el espectador mira la acción a través de los ojos de su protagonista; la audiencia se convierte también, en consecuencia, en cómplice, mirando, espiando, husmeando. “Somos una raza de mirones”, le dice su enfermera al fotógrafo. Tomando este caso como muestra significativa y que ejemplifica un actuar del hombre en función a su curiosidad, confundida a veces con investigación y otras con intromisión, o hasta espectáculo, la frase no está tan desviada de la realidad, menos en una actualidad en la que las ventanas de una casa se han convertido en ventanas virtuales abiertas, expuestas por las propias personas a través de la red y las redes sociales. Y entonces, hay tanto que decir del que mira como del que cree, al abrir una ventana y no toda la puerta de su intimidad, que nadie observará con atención, o nadie podrá adentrarse lo suficiente a su vida a través de un espacio aparentemente pequeño.

Jeff es, en corto, prueba suficiente para refutar esta falsa creencia, para demostrar que esto sí sucede y no siempre para bien, ni bajo motivos justificados o loables, sino disfrazados para disimular una supuesta ayuda a la sociedad. En suma el fotógrafo representa a ese otro que, a la manera del Gran Hermano, observa y nos vigila, nos exige transparencia y husmea por aparente simple curiosidad pero que en el fondo busca su propio beneficio, personal placer como en este caso, o control ideológico como pretenden las instituciones al servicio del grupo o clase social dominante.

Ficha técnica: Rear Window - La ventana indiscreta

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