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Elizabeth

Diana Miriam Alcántara Meléndez
Diana Miriam Alcántara Meléndez

Hay personajes que marcan la historia de manera significativa, algunos más que otros, según sus decisiones en su contexto y su legado, impactando con su presencia el curso de una nación, un grupo de personas, una corriente de pensamiento e incluso al mundo entero. Elizabeth I, la reina virgen, es una presencia histórica esencial en muchos sentidos, trayendo, con su reinado, profundos  cambios políticos, sociales, culturales y económicos que aún tienen eco en la época actual.

Elizabeth (Reino Unido, 1998), escrita por Michael Hirst, dirigida por Shekhar Kapur y protagoniza por Cate Blanchett, es un drama biográfico sobre el ascenso al poder de la joven reina y su primer impacto frente a la corte, lidiando con disputas, conspiraciones, lealtades y presiones relacionadas con su mandato.

La joven recibe la corona en un reino sumido en grandes diferencias de pensamiento entre católicos y protestantes, en una época, además, en la que otros reinos buscan la expansión y la conquista, traducido en guerras, alianzas y todo tipo de intrigas. Los conflictos internos son alimentados por la presencia protestante de Elizabeth, que hereda el reino de su católica media hermana María. Inglaterra se debate entre dos tipos de ideología de fe que dividen al país y a su gobierno, mientras el escenario se convierte en la oportunidad para franceses, españoles y escoceses que pretenden tener el control de la monarquía inglesa, creyendo que encontrarán en la disconformidad los recursos y condiciones suficientes para derrocar a Elizabeth, presionándola para dimitir, o creando una alianza matrimonial con la cual, creen algunos, puedan controlarla y ejercer influencia en la política de Inglaterra.

“¿Puede un hombre servir a dos ambos y serle fiel a ambos?, pregunta ella al grupo de clérigos que han decidido darle la espalda. Elizabeth razona: “todos creemos en Dios”, y si ese es el caso, ¿por qué las diferencias? Escandalizando con su lógica tanto a católicos como a protestantes, dos bandos que no pueden limar asperezas ni pueden ceder ante la oposición, porque ambos se aferran a ser los portadores de la razón, la “verdadera” iglesia, los legítimos representantes de Dios.

Las presiones hacia Elizabeth para casarse y tener hijos demuestran un tipo de pensamiento conservador e inflexible, poniendo a la reina, y al género femenino en general, bajo una etiqueta discriminatoria y equívoca de que su única función es la de procrear hijos, hijos varones en el caso de las reinas, hijos que continúen con el legado de la familia y hereden la corona. Es como si se le dijera a Elizabeth que su valía no recae en su habilidad o no para liderar un reino, no es su astucia, inteligencia y carácter lo que la hace meritoria de su puesto, según ellos, sino su papel como posible madre de herederos al trono. Un heredero que además ni siquiera beneficia a su propia presencia  y mandato, sino que existe para promover alianzas políticas y, al mismo tiempo, mantener el derecho de sangre, para dar continuidad y respaldo jurídico al legado de su familia y asegurar su permanencia en el futuro de la monarquía.

La idea que se le plantea en relación a la insistencia de su casamiento es una forma de presión, una de las varias que recaen sobre el personaje. Cuando María Tudor muere y hereda la corona a Elizabeth, se intenta acusar a la joven de conspiración, pero no hay pruebas que lo sostengan, haciendo imposible un juicio válido en su contra. Las acusaciones continúan y los intentos de encontrarla, de alguna manera u otra, legal o fraudulentamente, como traidora, no cesan.

La iglesia invalida su ascenso al poder, negándola como reina y promoviendo su asesinato, recompensando a cualquiera que logre matarla. Roma dice apoyar a Inglaterra, no a Elizabeth, es decir, la Iglesia Romana, según sus propios intereses, apoya a los católicos, no a los protestantes. En corto, la organización religiosa toma partido en asuntos oficiales de un reinado específico, según les conviene al Papa y a su iglesia.

Los mismos motivos pueden entenderse de las alianzas entre monarquías que buscan derrocar a Elizabeth. Todos quieren el poder y buscan la forma en que el escenario se vuelque a su beneficio. Francia, España, Escocia e incluso algunos dentro de la corte inglesa se suman a un plan, o a esfuerzos específicos, de desprestigio y control, empujando a la reina a tomar decisiones de acción para sobrevivir.

“No soy la Elizabeth de nadie”, reclama ella, no de sus amores, ni de sus consejeros, ni de sus generales, ni de los pretendientes, ni de otras naciones u otros reinados. Ella aprende de determinación y carácter con la experiencia, convirtiéndose en un personaje decidido que vela por el futuro de sus ciudadanos más que por el propio o el de algunos pocos, rompiendo así las barreras estrictas de la época, negadas al cambio y bajo la mano de personajes decididos a llevar a su reina a un segundo plano, decididos a devaluarla y demeritarla.

De aquí en adelante no haré lo que me digan, menciona ella, seguiré mi propio juicio. La frase demuestra fortaleza admirable. La repuesta de su consejero, por su parte, “pero es una mujer”, llega a ejemplificar el pensamiento cerrado de un grupo de gente acostumbrada a manipular y manejar a su conveniencia a aquellos que se dejen pisotear, por lo que de inmediato entran en choque con un personaje que no se deja controlar, que piensa por sí misma y tiene el carácter de expresar su opinión.

Cuando Elizabeth, con ayuda de su consejero Francis Walsingham, logra interceptar los planes en su contra, es ella quien ahora acusa de conspiración a otros. Tras su éxito contra sus enemigos,  ella se pregunta qué significa esto para su futuro; tal vez más disputas, tal vez otros intentos de asesinato, tal vez el inicio de un camino errático hacia un reinado que le exigirá todo el valor y coraje que tenga dentro. Mirando una estatua de la virgen María, Elizabeth se pregunta cómo es que la gente puede creer en la santa, seguirla, vivir por ella y morir por ella. La idolatran, le contesta Walsingham, mencionando que tal vez es momento para que la figura sea reemplazada. Es entonces cuando Elizabeth decide imitar la apariencia de la virgen en la estatua, cortando su cabello y cubriendo su rostro con un maquillaje blanquecino, autoproclamándose así una Reina Virgen. Elizabeth asume su cambio, haciendo así frente al inicio de su mandato. Ya estoy casada, dice ella al presentarse entonces ante la corte, “estoy casada con Inglaterra”.

Una historia que habla sobre la lealtad en contraposición con las creencias, que habla sobre estrategia, conjura y astucia, sobre la dificultad de una mujer por hacerse escuchar, por demostrar su valía y por cambiar estructuras sociales en una época en la que su posición como reina era tomada a menos, y que, en el proceso, decidió demostrar su verdadera capacidad como mujer, líder, gobernante y ser humano.

Nominada a siete premios Oscar, entre ellos mejor película y mejor actriz principal para Blanchett, la película ganó en la categoría de mejor maquillaje. La secuela, Elizabeth: la edad de oro, fue lanzada en 2007, dirigida y protagonizada por los mismos realizadores que trabajaron en ésta y retratando en su trama los años venideros, la edad de oro del reinado de Elizabeth I.

Ficha técnica: Elizabeth - La reina virgen

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