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Malos hábitos

Diana Miriam Alcántara Meléndez

Hay un dicho que dice que se deben aprender las buenas costumbres, no las malas;  quedarse con lo positivo, no con lo negativo. Sin embargo, es inevitable tropezar con la misma piedra si la lección no es bien aprendida, si el obstáculo no fue bien librado y, en especial, si se es recio y testarudo. Los malos hábitos se copian, se aprenden y, con habilidad, se reproducen “exitosamente”. Desde campañas de mercadotécnica engañosas hasta mensajes subliminales dentro de las películas, el cine también tiene sus malos hábitos.

Aprendidos desde su inicio, experimentados a través de los años, reinventados con cada nueva ola del cine, se propagan tendencias que por un lado ensucian el trabajo artístico de unos y por otro, hacen posible el movimiento de esta industria. Por ejemplo, algunas compañías, oficial o extraoficialmente, apoyan económicamente alguna producción; a cambio, se decide mostrar a los personajes consumiendo los productos de la compañía patrocinadora, por ejemplo, cierto tipo de refresco o hamburguesa. De alguna manera, esta situación de toma y daca hace posible la industria, el consumismo y el capitalismo. Incluso cuando las empresas no hacen este tipo de convenios, aceptan sin problemas estas situaciones por una simple y sencilla razón: publicidad gratuita.

Un escenario común que se presenta dentro de la industria cinematográfica es el de subestimar al espectador. En ocasiones las historias no tiene lógica o las resoluciones parecen sacadas de la manga; se pretende forzar chistes, situaciones, amistades o relaciones entre personajes, sucesión de eventos históricos y demás, a cambio de acomodar estratégicamente las piezas en el tablero, de forma que favorezcan los intereses comerciales y financieros de algunos pocos, rara vez a favor del arte o de la preferencia del cinéfilo. Cuando no se deja pensar a la audiencia, cuando se procesa la capacidad de reflexión por ella, se limita la trascendencia del cine y su impacto dentro de la sociedad, así como las habilidades de las personas en general.

No existe nada peor que subestimar al espectador o adornar una película con efectos especiales que abrillanten su empaque para que se pasen por alto los pequeños detalles. Es casi como repetir la historia y dar espejos u objetos brillosos a las personas a cambio de su riqueza. Lo mismo se repite cuando una película no es más que un pretexto de campaña publicitaria hacia cierto personaje, política e ideología, películas de ficción con una envoltura impregnada de cierta postura ideológica, y vendidas como entretenimiento.

Hay quien dice que en algún punto, cuando los grandes estrenos veraniegos se convirtieron en fuertes acumuladores de dinero en taquilla, se comenzaron a producir películas visualmente espectaculares pero faltas de historia o débilmente desarrolladas. Mientras algunos creen que es un mito, otros debaten que se trata de una tendencia que, poco a poco, se ha luchado por desaparecer. Con ello viene aquella idea de que las películas de comedia no ofrecen más que ligereza y superficialidad; una idea en parte falta de sustento, pero también ejemplificada por un sinnúmero de títulos hollywoodenses en las últimas décadas.

La repetición de estos patrones (blockbusters estructuralmente flojos o comedias ligeras sin mensaje), son otro tipo de mal hábito que se repite y perpetúa dentro del cine. Y como ellos, existen muchos malos ejemplos y peores prácticas que se adoptan por las nuevas generaciones a cambio de un lugar dentro de la industria del cine. Tal vez no exista forma de evitarlos ni deshacerse por completo de ellos, es difícil determinar si lo mejor sea ser más sutiles al respecto y tratar estas situaciones con mayor delicadeza o menor ligereza, o si lo más indicado fuera no caer en el juego. La ética debe ser una guía, pero el futuro tiene la última palabra.

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